LA LECCIÓN DE SANTO TOMÁS COMO INTELECTUAL SANTO
 

El 7 de marzo de 1974 se conmemoró en Cuenca el séptimo centenario de Santo Tomás de Aquino, con participación del Colegio Universitario, de la Escuela Universitaria, del Seminario Diocesano y de los Institutos Nacionales de Enseñanza Media y Centros adscriptos. En el acto académico, el Obispo de la Diócesis, don José Guerra Campos, habló sobre «La lección de Santo Tomás como intelectual santo».
A punto de cerrarse el año conmemorativo, accediendo a amables indicaciones recibidas, se publica a continuación en lo sustancial el texto de dicha lección.

Circunstancias y rasgos biográficos.
El 7 de marzo de 1274, cuando se encaminaba, invitado por el Papa, al Concilio de Lyon, Tomás de Aquino cae enfermo, es acogido en el monasterio de Fossanova, entre Nápoles y Roma, y allí muere a los 49 años de edad recién cumplidos.
Vivió en una época de fermentación espiritual, que alcanza en distintos aspectos de la cultura una cierta plenitud. Florece la novedad creadora dentro de la tradición. Brillan a la vez la Teología, la Filosofía, las Universidades, el Arte Románico, el Arte Gótico... Se desarrollan, dentro de límites armónicos, los núcleos urbanos; y sus habitantes, emancipados de señoríos, se acercan cada vez más al autogobierno municipal.
Brotan entonces aquí y allá —en algunas partes pululan— grupitos con diversas formas de «profetismo anárquico», que llegan a ser como un paradigma de movimientos que retoñan en distintas épocas, y de modo intenso en la actual; grupos inicialmente subterráneos, que tienden a sustraerse a la autoridad de la Iglesia, con la pretensión de reformar la Iglesia institucional, como órganos del Espíritu, portadores de una Revelación para su tiempo, hasta que identifican la Iglesia con su secta; grupos que invocan el «Cristianismo primitivo» y reaccionan contra el poder y las riquezas de la Iglesia; adoptan una actitud antisacerdotal; ejercen la denuncia profética revolucionaria de la sociedad (mostrándose muy puritanos, aunque eran al mismo tiempo muy «permisivos»); grupos que se desvían de la Fe, incurriendo en doctrinas diferentes de la fe popular y de la Fe oficial de la Iglesia.
En este contexto, los Mendicantes (San francisco, Santo Domingo) constituyen un cauce evangélico ejemplar. Ya desde el siglo XI se venían instaurando reformas del Clero, adaptando el ideal de vida en común a las condiciones de la acción pastoral directa; y reformas de los Monjes en el sentido de una mayor pobreza. Los mendicantes radicalizan la Pobreza (vivirán de limosna), adquieren movilidad para actuar en medio del pueblo por la predicación y la cura de almas, reafirman la obediencia, con adhesión a la Fe y a, la mediación de la Iglesia jerárquica; cuidan la castidad, y por ello mismo (frente a corrientes neocátaras y maniqueas) exaltan la rectitud, la fecundidad y la santidad del matrimonio.
Los mendicantes no se dejan arrastrar (sobre todo, al principio, los Dominicos) por un carismatismo turbio. Cultivan el método y la disciplina mental: la Teología, la Filosofía y Artes Liberales, y también (de modo particular los Franciscanos) la Ciencia experimental.

Los Mendicantes con todas sus exigencias de depuración en la vida de la Iglesia fueron abiertamente protegidos por los Papas. Baste un indicio bien revelador: San Francisco fue canonizado antes de los dos años después de su muerte; Santo Domingo, a los trece años después de la suya.
Tomás de Aquino nace cuando acaban de brotar las grandes Ordenes Mendicantes (año 12241225). La familia lo encauza hacia la gran abadía de Montecasino, con la pretensión de que un día llegue a ser Abad, que asegure lustre y poder para los suyos. El, a los veinte años, escoge, por pobre y estudiosa, la comunidad de los Dominicos. Estudia en Nápoles y Roma. A pesar del secuestro perpetrado por sus familiares, se enraiza como fraile mendicante, en el estudio, la castidad, la pobreza y la obediencia. (Más tarde, en su predicación y en su apostolado escolar, defenderá la proyección apostólica de los religiosos, contra el ataque de los seculares de la Universidad de París, según los cuales los religiosos deberían replegarse a vivir como monjes. Su apego a la vida religiosa hará que, al acercarse su muerte y verse acogido en casa de familiares nobles, prefiera ir a morir a un monasterio). Termina sus estudios en el Estudio General de Colonia, con San Alberto Magno. A los 26 años es sacerdote.
Obediente, comienza desde ese momento su entrega al estudio y la docencia teológica y filosófica: en Bolonia; en Santiago de París (dos períodos, de 7 y de 3 años, respectivamente); en Italia: 9 años con la Corte Pontificia itinerante, como Predicador y Teólogo del Papa; Profesor del Estudio General; autor y maestro de un Estudio General de su propia Orden en Santa Sabina de Roma. Termina su actividad científica y literaria en la Universidad de Nápoles, en 1273.
Han sido debidamente glosadas algunas cualidades del Santo, que aquí nos contentaremos con indicar:
La intensidad de su trabajo. Se ha calculado que durante veinte años escribió, como promedio anual, unas dos mil páginas en cuarto a dos columnas: lo que impresiona si se advierte que se trata de una redacción cuidada, arquitectónica, con un lenguaje «formal», apretado en densidad lógica, sin rellenos descriptivos ni sentimentales.
La fidelidad a la tradición, y la originalidad, actitudes ambas nacidas por igual del amor a la Verdad. Acoge todo el patrimonio cultural, lo depura y recrea en nueva síntesis: la veta platonizante de los Padres, sobre todos San Agustín; y Aristóteles redescubierto, sin caer en las deformaciones del averroismo parisiense. El protestante Seeberg ha dicho de él: «Este gran teólogo iba a la cabeza del progreso filosófico, siendo al mismo tiempo el más recio defensor de la tradición de la Iglesia». No fue un mero compilador o un artesano de una síntesis ecléctica; logró una síntesis superior, que transforma los materiales recibidos: de ahí, su profundidad y claridad. En las Escuelas locales de París y Oxford se reaccionó contra algunas tesis, contándolas entre los planteamientos de los aristotélicos heterodoxos. Pero el Papa estuvo con él: Juan XXII, que lo canonizó en 1323, lo alabó así: «Iluminó a la Iglesia más que todos los otros Doctores, y más se aprende en sus libros en un año que durante toda la vida en los libros de los demás».
Siendo una inteligencia superior, descuella por su adaptación a los incipientes. En realidad, por su limpidez expositiva, lo que escribió es apto para todos. La «Suma Teológica» nos pone ante un reto impresionante: por una parte, es sabido que fue escrita como un texto escolar o manual de principiantes; y, sin embargo, ¿no encuentran en ella los sabios un caudal científico que ¡no se agota? ¿No son muchas las personas cultas que, para vergüenza suya, dan por supuesto que la Sumía es uno de esos grandiosos monumentos a la vez admirables e inaccesibles?
Santo Tomás conjugó perfectamente la oración y el estudio. Fue igualmente lúcido y devoto.
Otra armonía o compensación ejemplar: Santo Tomás se caracterizó por la concentración en el estudio y en la oración contemplativa, y pasó mucho tiempo abstraído del mundo, en soledad con Dios (recuérdese el famoso episodio en la mesa del Rey); sin embargo (¿o precisamente por ello?) no se caracterizó menos por su amabilidad en el trato, por su conocimiento del mundo, por la prudencia realista de sus dictámenes como consejero del Rey San Luis, de los Papas y de otras muchas personas que no dejaron de importunarle en busca de sus consejos. Cumplió el augurio de su gran maestro: un buey mudo cuyos mugidos llenaron el mundo.
A la agudeza en las disputaciones asociaba equilibrio y mansedumbre. Intrépido siempre en defensa de la verdad, manifestaba su indignación contra los demagogos. Su curso vital se inscribió en coordenadas de inteligencia, bondad, armonía y paz.
Por consiguiente no estamos aquí solamente para encomendarnos a un Santo protector. Santo Tomás, patrono de los católicos que estudian, nos reúne como maestro, para darnos, con el ejemplo compacto de su vida entera, una lección de vida típicamente intelectual.
Pero si esta lección conserva la frescura perenne de lo vivo y la altura ejemplar de un patronazgo, es por ser la de un intelectual santo.

Amor a la Verdad que es Vida.
Llamar a Tomás de Aquino «intelectual» puede parecer una nota infamante a los que reaccionan —en nombre de la vida— contra un .Racionalismo estéril. Reacción justa, en parte. Pero ese racionalismo no tiene nada que ver con la actitud intelectual de Santo Tomás. Tampoco, un vitalismo que en nombre de la vida suprime el sentido de la vida.
Santo Tomás ama la Verdad en cuanto es el Ser y la Vida. La Verdad no se reduce: ni a las generalizaciones abstractas; ni al fluir de las impresiones subjetivas; ni a una simple ilusión estimuladora del vivir momentáneo o del proyectar temporal; ni a una colección de hechos brutos o «positivos». Todos estos son modos de concebir la verdad que degeneran siempre en decepción y en desencanto. A través de los seres y los vivientes se va a la Plenitud del Ser y de la Vida. «Veritas est aliquod divinúm».Nuestras verdades deficientes remiten a la Verdad absoluta y subsistente, que es Dios, en quien se identifican dé raíz los dos tipos de valores que, por pareceres contrapuestos, son para muchos causa de desazón o de angustia: los dé la Necesidad Universal y los de la Libertad personal con inteligencia y amor.
Por el lenguaje escultórico y aparentemente árido de Santo Tomás rezuma la alegría reverente por ser nuestra verdad —la que nos viene por la razón y por la fe— un reflejo de la Verdad Primera. Como el que contempla un edificio, según va comprendiendo su estructura, se aproxima a la idea del arquitecto, anterior al edificio.
Por eso Santo Tomás pone la bienaventuranza —el sentido radical y final de nuestras aspiraciones— en la Visión de la Verdad. Abrazar la verdad es abrazar sobre el corazón la totalidad de la existencia y de la vida. No es una función puramente dialéctica, que impresiona una placa inerte mientras persiste en el fondo de uno mismo una postura de desentendimiento o de curiosidad desdeñosa. La Verdad es vida; y la visión de la Verdad es la Santidad.
Esto explica la serena confianza de Santo Tomás en el valor perfecto de la actividad intelectual. Esto nos previene también contra la tentación del orgullo que mata; porque, el menos culto entre los hombres puede ir por el camino del amor hasta la contemplación de la verdad. La perfección de la vida se centra en el amor: amor a la Verdad. Tomás, el doctor santo, supera la disyuntiva de la Razón matemática y de la Vida cordial: él vive apasionadamente la Verdad, se calienta en la Luz. Inteligencia que da sentido a la vida, no vitalismo anárquico.

Sumisión a la Verdad en sí, sin desconocer la relatividad de la ¡búsqueda.
Algunos modernos, al reaccionar contra el mecanicismo, oponen a la fría exterioridad del saber de cosas (para el que reservan la denominación de «científico») la cálida interioridad de lo subjetivo, que llaman a veces «saber» o vida espiritual.
A esos les sorprende la actitud pasmosamente impersonal y objetiva con que Santo Tomás estudia la Verdad en sí, más allá de los reflejos subjetivos y, sobre todo, de un psicologismo desconectado de la ontología. La obra de Santo Tomás les resulta distante. Le otorgan la admiración, pero no aquella comunión que sienten, en cambio, con San Agustín (¿no es un tónico exaltar la «modernidad» de Agustín?). Todo porque (frente a la tendencia psicologista, que sólo gusta las páginas sazonadas con el zumo de las impresiones subjetivas, y estudia los problemas a través de la angustia vivida, y antes de caminar hacia las cosas se entretiene en los reflejos de las mismas en el yo) Santo Tomás asienta principios universales, analiza hechos, construye un edificio sólidamente trabado, salta sobre las inquietadle {'sin dejar de vivirlas) y va derechamente a Dios en sí misino. A. esa verdad en sí que —según dicen— a un «moderno» no' le sirve, porque no es «su» verdad.
¿Estamos, con Santo Tomás, ante el objetivismo extrinsecista, que desprecia la primacía de la vida personal? No. Lo que hace Santo Tomás es reconocer los límites de la vitalidad subjetiva, y su referencia esencial a un orden superior (Dios y los principios universales y eternos), que es donde nuestra persona humana adquiere consistencia, en vez de diluirse en la fugacidad o en la naturaleza fatal. En realidad para Santo Tomás el problema no está en la oposición “Sujetos”«Objetos»; lo que quiere es rehuir la alternativa inevitable del subjetivismo, que es como la de un globo hinchado y pinchado: el paso de una autodivinización idealista a un existencialismo sin esperanza.
Sin duda, cuando Santo Tomás apunta a la Verdad en sí, no ignora los condicionamientos de la «verdad en mí»: las perspectivas, a veces deformantes, del ángulo de visión de cada uno; el influjo de las variables situaciones vitales; el jadear del hombre en la cuesta del conocimiento; la sobriedad de los resultados. Pero el corazón y los ojos han de levantarse hacia la cima; la Verdad se deja entrever, asequible aunque costosa. El Santo nos dice con su ejemplo: que nuestros atascos no nos induzcan a la renuncia cobarde, sino a' la te: isa aspiración; que la experiencia de nuestras vacilaciones no nos haga apetecible la libertad de la inconsistencia, como si nuestra única posibilidad fuese hurgar, bracear, exacerbar la problematicidad, con desprecio de la solución, de la llegada a puerto, de la posesión o (si esta palabra resulta antipática) la visión de la Verdad.
Santo Tomás nos recomendaría el empleo de nuestras luces —pocas o muchas— sin desesperanza, con orden, con sentido responsable de la totalidad, sin desmenbraciones frívolas. Lo que cuenta es el humilde y gozoso amor, no solo a la Verdad evidente, sino a la Verdad insinuada; sin la exigencia arbitraría de simplificaciones esquemáticas; con acogida del Misterio, que es la marca de lo auténticamente humano, pues donde falta es que se ha disuelto al hombre mismo en lo impersonal.

Totus ordo universi. Trascender las especializaciones.
Para Santo Tomás, la perfección del saber humano es que en el alma «describatur totus ordo univers: et causarum eius».
Es inevitable la especialización y la limitación metódica. En una Orden vocada a la Teología (con el subsidio de las líneas universales de la Lógica y la Ontología) Santo Tomás, con San Alberto, introduce el aprecio de las distintas ciencias y técnicas, reconociendo la autonomía de sus métodos y sus objetos formales. El pensamiento tomista ha contribuido a fijar el estatuto gnoseológico de las parcelas del saber. Pero las parcelas se han de encuadrar en una visión total; no hemos de aferramos, como náufragos, a troncos sueltos de racionalidad. Esa visión postula, no sólo la concatenación de las parcelas —exigirla por la unidad del mundo—, sino también su orientación trascendente en la dirección del hombre y la de Dios.
Santo Tomás, realista, percibe esta trascendencia en los saberes y técnicas positivas, aun en los que parecen más alejados de la emoción poética y religiosa. No porque, con olvido de la excelencia de la persona humana, subordine ésta a lo exterior (lo cual sería esclavitud, la supuesta «humildad» científica sería abyección); sino porque, en la aceptación del orden natural, relaciona a la persona con Algo fundante: con Aquel que, siendo superior y eterno, nos es más interior a nosotros que nosotros mismos.
El sentido ontológico del Santo le libra de la servidumbre a la relatividad del saber físico. Y así —aunque la erudición física y biológica de sus escritos es la de su época, en gran parte superada—, su visión profundamente científica (o metafísica) no queda afectada. El mismo anticipó que las apariencias astronómicas quizá se podrían explicar de otro modo que el transmitido por la Astronomía griega.

La Revelación. Actitud para recibirla. El Espíritu.
Es justo que el que ama la verdad y la vida sienta gratitud por la Revelación de Dios, aunque ésta sea claroscura. El «racional» Tomás ama el Misterio, porque éste ilumina nuestra oscuridad, esto es, el fondo opaco, angustioso, en que tropieza todo saber y proyectar humanos; aclara el sentido de la vida; nos descubre una (comunicación personal allí donde la ciencia humana tantea en la sombra monstruosa de un Absoluto impersonal; nos inserta en una intención de amor, allí donde la ciencia parece vincularnos al orden ciego de un automatismo natural. La Revelación es, a la vez donación vital y manifestación luminosa: a las que corresponde la Fe como obediencia confiada y como nueva luz para el conocimiento.
Ante la verdad que se revela el Santo nos enseña una actitud hecha de humildad, pureza y oración.
Humildad del necesitado, dócil, agradecida. La Verdad es anterior y superior al que la busca.
Pureza, sin la cual nos tornamos ciegos para la luz. Pureza de intenciones, de prejuicios y de condicionamientos, por los que se interponen objetos falsos entre los ojos y la Verdad que ante ellos se desvela. Purificación de lo que nos aprisiona en el fango; la cual nos libera de las turbiedades viscosas del afecto y del juicio egoísta. Es curioso que, mientras los divinizadores de la impureza —notorios enemigos de la vida— identifican la pureza con la esterilidad, Santo Tomás y todo el pensamiento cristiano y la experiencia relacionan siempre y en todos los órdenes la pureza con la fertilidad, natural y sobrenatural. La pureza es fecunda. La pureza es luminosa. Si los ojos no están limpios, se termina por negar la luz, justificando una ceguera voluntaria, que puede llegar a ser pecado contra el Espíritu Santo.
La humildad y la pureza facilitan la oración, por la que el amante de la Verdad se abre a la acción interior del Espíritu. Aún en el orden natural, el entendimiento por una purificación creciente, remontándose sobre la complejidad de los datos, puede llegar a esa simplificación profunda que es la Sabiduría intelectual. El cristiano puede llegar a la Sabiduría que es Don del Espíritu. Mi inteligencia ve lo divino por defuera; para asomarse a lo íntimo, ha de conducirla el Espíritu, que es el único que conoce la intimidad de Dios. Por eso, sin oración no se entiende el hecho cristiano. En manos de un supuesto teólogo sin fe la teología se reduce a un caparazón técnico, a un montón de materiales sin vida. Acentuará éste o aquel elemento superficial; no percibirá la unidad orgánica de los dogmas y la piedad, palla en él la proporción o connaturalidad que debe haber entre la inteligencia y su objeto divino. Como si ante una obra de arte le fallase a uno el sentido estético. La inteligencia acumula, clasifica, ordena conceptos; es el Espíritu el que nos hace gustar, saborear, saber. Los más cultos conocen de un modo más analítico; los más puros, de modo más profundo. Como decía Lacordaire, la doctrina católica obtiene por la gracia en muchas almas, acaso incapaces de seguir las líneas de una construcción intelectual, ese «fenómeno de luz íntimo y sobrehumano, convicción iliterata y al mismo tiempo trasluminosa».

Armonía integradora. Unidad de la Verdad.
La actitud receptiva de Santo Tomás ante la Verdad explica una de sus notas más definidoras: la integración armoniosa de todo lo que tiene sentido .en las múltiples posiciones ideológicas, no por eclecticismo indiferente o pragmático, sino por amor ordenado a todas las facetas de la realidad; por tensión hacia Dios. Las herejías son extrapolaciones y disgregaciones de elementos, legítimos mientras se contienen en la unidad católica, y que pierden vida al desgajarse de ella.
Toda verdad parcial tiene su puesto en la totalidad católica. Pero este sentido integrador, que mantiene abierto el espíritu, a toda partícula de luz, es inseparable del disgusto por la anarquía. La apertura y la tolerancia no pueden ser un insulto contra el amor a la Verdad; que se impacienta con la desintegración y la consiguiente absolutización de las partes. Estar abierto a todas las manifestaciones de la Verdad no equivale a dejarse zarandear por todas las modas de pensamiento: lo cual es al mismo tiempo antiintelectual y anticristiano.
Santo Tomás es un gran campeón de la armonía entre la Razón y la Fe: dos resplandores que brotan del mismo sol y conducen a la Verdad Una. No pueden contradecirse. Uno de los postulados más característicos del pensamiento tomista —formulado antes del progreso de las ciencias, y que la Iglesia Católica tiene por criterio oficial— es que si hay un aserto científico realmente verificado invalida cualquier interpretación de la Sagrada Escritura que parezca decir lo contrario; y que a una interpretación bien fundada de la Escritura no se opondrá ninguna verdad científica.
Para Santo Tomás carecerían de sentido los intentos del siglo XVIII y del XIX por establecer una contradicción entre Razón y Fe, entre Ciencia y Religión. Le preocuparía más la pretensión de tantos escritores que creen salvaguardar lo religioso rompiendo el entronque entre la fe y el resto de la vida intelectual; reduciendo la fe a voluntarismo fideísta, o acogiéndose a la incoherente teoría de las dos verdades (como si pudiese sostenerse una verdad por razón y otra contraria por fe). Santo Tomás se enfureció una vez —excepción en la calma de su espíritu—, como una repetición del tizonazo a la cortesana, contra esta desfiguración horrenda de la armonía razón y fe, formulada por el averroísta Siger de Brabante. Y ante la confusión que esto (y en general las falsas originalidades que consisten en desorbitar ideas sueltas) produce, sobre todo en los jóvenes, pronunciará este reto: «He aquí nuestra impugnación. No se apoya en los documentos de la fe, sino en la razón y en las afirmaciones del Filósofo mismo. Si alguno quiere refutar nuestro escrito, que no lo haga en un rincón o delante de niños, que son incapaces de discernir en materias tan difíciles».
El intelectual católico nunca debe contentarse con pedazos de ciencia utilitaria; ni con el chisporreteo de fuego y de humo de las ocurrencias cambiantes. Deberá asimilar y ordenar en la unidad; unificar razón y vida, permanencia y evolución, inmanencia y trascendencia, lógica y poesía, transformación y contemplación, actividad y pasividad, libertad y jerarquía, fórmula y espíritu, inquietud creadora y esperanza serena.

El centro en Cristo.
Santo Tomás vivió la integración de todas las cosas en tomo a un centro real: Cristo, que es manifestación histórica de la Verdad y camino para la visión y la posesión vital plena de la Verdad.
Muchos historiadores de la Cult.ira o la Filosofía tratan de reducirlo todo a confluencias o conflictos de corrientes. Olvidan lo evidente: que para un hombre como Santo Tomás el eje de su actitud, no sólo en la conducta moral sino en la vida de la inteligencia, es la persona concreta de Cristo, Dios y hombre.
Cuando a la voz del Crucifijo («Bene scripsisti de me, Thoma; quam ergo mercedem accipies?») responde Tomás: «non aliam, Domine, nisi teipsum», no tuvo que cercenar en sus deseos o preferir entre cosas elegibles. En ese «teipsum» lo pidió todo: ese todo que, al referirse a la perfección del espíritu filosófico o amante de la Verdad, expresó él mismo corno visión por el alma del «totus ordo universi et causarum eius». Templando los excesos espiritualistas del platonismo, la contemplación de Cristo, el Verbo Encarnado, le anima a aprovechar la aportación, aristotélica, a valorar con más equilibrio la composición materialespiritual del hombre, a apreciar más el mundo concreto y sensible y a reconocer a los sentidos' unía función importante y orgánica en la vida del espíritu.
En Santo Tomás se realiza la fecundísima situación de todo intelectual católico: logra en Cristo la armonía total de la materia y el espíritu, de lo humano y lo divino. La consumación de la esperanza cristiana será la vivificación plena del espíritu en comunión con Dios, del cuerpo partícipe de la Resurrección de Cristo, de la sociedad perfecta: un mundo nuevo, en la unidad de la Luz y del amor.
Quizá no se ha ponderado bien la hazaña intelectual que ha sido conjugar las tendencias de la cultura griega y occidental, que ponen lo Absoluto en lo universal y necesario (deslizándose hacia un orden de ideas, fuerzas y leyes impersonales), con el reconocimiento del puesto central de una Persona, que se manifiesta y actúa en la historia de modo humano y en aparente limitación a lo particular y lo contingente. He aquí un vector que explica también determinados planteamientos recientes de algún autor que, dando por admitida la tesis evolucionista, trata de insertar al hombrepersona en el vértice mismo al que apuntaría por su finalidad intrínseca el movimiento de la Evolución: fenómeno que, si nos atuviéramos a los módulos interpretativos al uso, parecería el más divergente (por la índole ciega, casual y masiva que se le atribuye) de la vida espiritual y personal.

Pregustación de la visión de Dios.
He aquí la suprema lección del Santo, En diciembre de 1273 Santo Tomás interrumpe sus trabajos intelectuales de redacción, que ocupaba a varios amanuenses, en especial la de la «Suma Teológica», que quedó incompleta. Abstraído, dice que «no puede» seguir componiendo su obra. ¿Por qué no puede?, ¿acaso por fatiga?
«Después de lo que Dios se dignó revelarme el día de San Nicolás (6 diciembre), me parece paja todo cuanto he escrito en mi vida».
Se aparta de los libros. El obrero genial de las ideas siente ahora hastío de los conceptos. La Teología era para el Santo «quaedam impressio divimae seientiae»; pero, al vislumbrar la intuición de Dios, se abulta su imperfección y provisionadídad: es paja.
Así sé manifiestaa en Santo Tomas la tercera fase de todo proceso de aproximación a la Verdad:
— en el principio hay una primera mirada, como de niño, poco explícita, aunque virtualmente prometedora;
— luego, en el decurso de la vida, sigue la explicitación, la complejidad y multiplicidad crecientes;
— al fin, los espíritus puros alcanzan un retorno a la unidad, una simplicidad que parece infantil, pero que retiene —depurada y transfigurada en contemplación— toda la riqueza de análisis y experiencias.
Esto fue en Santo Tomás como el preámbulo de la visión de Dios, que le fue dada el 7 de marzo de 1274.
El maestro y patrono nos invita a pensar que la vida intelectual, movida por el amor a la Verdad, sólo consigue su sentido pleno si llega a la visión de Dios. Entre las complicaciones y esfuerzos del saber y del quehacer temporal, nos invita a mantener la mirada sencilla, unificadora, abierta a la luz del Espíritu; y a fomentar el ansia de la Visión: la cual no es producto de investigación humana, sino Don de Dios, otorgado a los que perseveran en el amor de la Luz.

José Guerra Campos