LA IGLESIA Y LOS CONTEMPLATIVOS

 

Toda la Iglesia ha de ser orante y contemplativa. Para realizar su misión en plenitud se requiere que algunos cristianos se consagren por vocación especial a la contemplación.

El día 25 de julio, fiesta del Apóstol Santiago, Patrono de España, se nos invita a ayudar a quienes tanto nos ayudan: nuestras hermanas las Monjas de clausura. El sentido de esa ayuda lo recordó, en el Boletín del mes de junio (pág. 145), el Director de CLAUNE, Instituto Pontificio para asegurar y promover la vida contemplativa.

Es muy importante que todas los hijos de la Iglesia, sobre todo los Sacerdotes, reconozcamos el valor de la contemplación en la vida cristiana y el servicio eminente de los Institutos de vida contemplativa. Para contribuir a reavivar el aprecio de esta verdad, reproducimos una lección que tuvimos el honor de enunciar hace dos años en el Primer Congreso Nacional de Vida Contemplativa.

La ponencia respondía al título: «Los contemplativos, necesarios para que se realice en plenitud la presencia de la Iglesia como comunidad orante y contemplativa». Su exposición se mantiene dentro de la sencillez elemental con que se puede abordar hablando en medio da pueblo creyente, sin remontarse a las alturas teóricas que el tema de la contemplación parece sugerir y a las que conducen, con mejor mano, los especialistas.

1. TODA VIDA CRISTIANA ES CONTEMPLATIVA

La fe, referencia a lo invisible.

Quiero recordar sencillamente que toda la Iglesia es esencialmente orante y contemplativa, y que, por tanto, todo cristiano, de algún modo, ha de ser orante y contemplativo. Me refiero a aquella contemplación que es esencial a la misma fe en Dios. Todo el que vive de fe, en este nivel en que yo quiero situarme, es contemplativo. Sobre todo en nuestros tiempos. Porque la le es un don de lo alto, que supone la subordinación de toda nuestra vida y todos nuestros proyectos de acción a un Ser y a un Amor invisibles, que se revela en Cristo. La fe es la sustancia, es la garantía de las cosas que esperamos. Cualquier meditación, por intermitente que sea, sobre la relación de lo sucedido a Cristo con nuestra vida es ya contemplación. Igual que la Virgen Madre guardaba todo aquello que ocurría con Jesús, el Niño, y lo meditaba en su corazón.

En el ámbito de la acción y de las pasiones cotidianas de los hombres, Dios, esta realidad invisible, permanece oculto. El espíritu, sin embargo, lo presiente y lo desea, y advierte que hay como una llamada misteriosa a vivir, no de su suposición, de una hipótesis abstracta, si no de su presencia y de su paternidad.. El mismo Apóstol Pablo, en Atenas, desvela ante los adoradores del dios oculto, del dios desconocido, la presencia cercana, palpitante, de aquel en quien vivimos, cu quien respiramos y en quien somos. Todo el que confía que por encima de lo casual y de lo fatal; que por encima de los conatos impotentes de nuestro pensar, de nuestro querer y de .nuestro hacer hay una inteligencia y un amor, es, contemplativo. Y solo como Cristo y en Cristo, gracias al cual podemos confiar en esa realidad operante invisible, incluso contra todas las apariencias: tan invisible es, a veces. Aquí, representando a todos los Santos de la Iglesia, podríamos traer unas palabras que leí hace unos días en nuestro S. Juan de Avila, el cual, escribiendo a una persona atribulada por la oscuridad interior, por la aparente falta de fe, le decía: la fe verdadera nos hace creer «que Dios nos ama, y entonces más cuando más se esconde su amor... Creer no sólo con prendas y señales, mas sin ellas, y no sólo sin ellas, mas contra ellas... (La fe verdadera) cree y tiene esperanza en la verdad y bondad de Dios contra la esperanza o contra la desesperación, que la razón humana o los sentidos podían causar. Y con esa fe vemos lo invisible, por escondido que esté... Conocemos que Dios nos ama, aunque muestre señales de desamor».
La contemplación, según esto, no requiere una actividad teorética, luminosa, resplandeciente en el ápice de una concepción platónica. Puede darse y se da, tantas veces como el mundo ignora, en esta sima de lo oscuro y de las apariencias contrarias.

El cristiano sabe que Jesús está presente y se manifiesta.

Todos los discípulos de Jesús, todos los miembros de la Santa Iglesia, han sido advertidos por el mismo Señor de que habían de vivir, durante la ausencia del Resucitado, de la manifestación de Cristo por quien se accede al Padre. «Esta es la vida eterna —dijo a los suyos en vísperas de su muerte—, que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo». Aunque El va al Padre «y no me veréis más», y se dejará ver por los suyos: «y se alegrará vuestro corazón y nadie será capaz de quitaros vuestra alegría». Jesús se manifestará a los suyos «y no al mundo». Presencia presentida o sentida del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. «Permaneced en mi amor». Y en otro momento había dicho: «Donde está vuestro tesoro, allí está vuestro corazón».

Todo el que de alguna manera, la manera perfecta de la adhesión pura o la manera nostálgica del deseo triturado por los fallos y por las traicionéis y por las debilidades, deseó poner su corazón donde adivina que ha de estar su tesoro es un contemplativo. Todos los cristianos, o no somos cristianos o somos contemplativos.

Peregrinos, hacia la visión.

«Si fuisteis resucitados con Cristo —nos repite el Apóstol—, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios. Pensad en las cosas de arriba, no en las de la tierra. Estáis muertos, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios ». «Somos ciudadanos del cíelo», nos dice a todos: «Ya no sois extranjeros o huéspedes, sino ciudadanos de los Santos y familiares de Dios». «Os habéis allegado —escribe en otro lugar— a la Jerusalén celestial y a las miríadas de los Angeles». En Cristo «estamos ya sentados en los cielos», y con los ángeles, nuestra primera reacción de cristianos es cantar gloria al Dios que está por encima de los límites de nuestro vivir pasajero.
Peregrinos, «no tenemos aquí ciudad permanente». Esta actitud, esencial a todo cristiano, por débil e imperfecto que sea, es bien sabido, bien hermosamente explicado por los teólogos, que lleva connaturalmente hacia la visión de Dios. La fe tiende a la visión. Caminamos incómodos en la fe, porque deseamos la visión. Caminar en la fe es como sentirse todavía distante del Señor hacia el cual va nuestro corazón. Pero la fe ya proyecta su lucecita en medio de la noche, marcando, al menos, él rumbo en dirección de ese objeto deseado. Con esa íntima manifestación de que habló Jesús en la última cena, caminamos hacia una visión, de la cual la fe es ya un anticipo. O, como dice la Carta a Los Hebreos, caminamos «viendo de lejos las promesas y saludándolas». Yo me atrevería a decir, hermanos, que todo el que camina viendo de lejos las promesas y saludándolas —y son muchos, millones de personas en el mundo—, todos son contemplativos, de una forma casi increíble dada la actual contextura mental de los hombres, de la humanidad.
Santo Tomás ha escrito páginas preciosas, y con él otros muchos autores, sobre esta praelibatio, sobre esta praegustatio de la visión de Dios que es ya la fe, y ante el Santísimo Sacramento nos invita a cantar:

lesu, quem velatum nunc aspicio,
oro ñfiat illud quod tam sitio,
ut te revelata cernens facie.
visu sim beatus tuae gloriae.

Y de esta polarización celeste, que en mayor o menor grado es constitutivo esencial del vivir de cualquier cristiano, brotan las más finas dimensiones del espíritu o del corazón evangélico. La eliminación profunda de la inquietud absorbente: «No os inquietéis por vuestra vida, por lo que habéis de comer, por lo que habéis de vestir». El cristiano pone su corazón en el Padre. Y por eso puede ser pobre y por eso puede ser niño. El cristiano no se deja absorber por las solicitudes del tiempo: ni las del tiempo presente ni, lo que es peor, por las del tiempo futuro. El hombre sin contemplación necesariamente tiene que soportar no solamente la carga de las solicitudes del presente, sino anticipar toda la solicitud del futuro. Porque está prisionero del tiempo, vive en el recuerdo, en la entrega más o menos ciega e instintiva al momento que fluye y en la expectación o programación del futuro. El que viva así no es cristiano y no es contemplativo. El que es cristiano, y por tanto, contemplativo remite la totalidad del tiempo en todas sus dimensiones y las consiguientes solicitudes o inquietudes hacia un supratiempo que no es futuro, aunque a veces se manifieste en forma de futuro. Esta polarización es típica del contemplativo. Es la que hace que estando en el mundo, como está la Iglesia, no seamos realmente del mundo.

En el mundo, no del mundo. No praxis atea.

La importancia de estos datos elementales del vivir cristiano aparece con todo su relieve escandaloso, sorprendente y al mismo tiempo consolador, en los tiempos que corren, que son, como nadie ignora, de humanismo autónomo prisionero de la praxis. Y la praxis que ha sustituido en tantos de los que hablan en la Iglesia a los conceptos evangélicos, si se la entiende en todo su rigor, no es más que esa incapsulación tetal del hombre en los límites de su propio proyecto o programa de acción, con tal subordinación a la acción, a 1o que hay que hacer, a la transformación del mundo, que el pensamiento y, por tanto, la, esperanza no son más que reflejo o instrumento de esa acción; encerrados en los límites de la misma acción. Este es el polo opuesto a la contemplación. Y por eso he dicho con tanta insistencia que sin contemplación no hay vida cristiana, y que todo cristiano, gracias a Dios, es contemplativo en la medida en que su corazón, aunque esté intensamente ocupado en las exigencias de la acción, las trasciende con la esperanza, con la proyección de la totalidad de su hacer más allá de sí mismo; en la medida en que, gracias al Reino de Dios, puede seguir siendo feliz cuando pasa la etapa activista y creadora de su vida, cuando se ve sumido en la debilidad e impotencia; en la medida en que cree que puede ser feliz en el mismo tránsito oscuro de la muerte. Eso es contemplación e incluso altísima contemplación. Que quizá no se ha valorado siempre lo suficiente porque quizá no habíamos llegado a este extremo tenebroso de una praxis asfixiante.

Cuando algunos sectores de la Iglesia caen en la plena identificación del corazón, de nuestro pensar, de nuestro querer, de nuestro proyectar, de nuestro ilusionarnos con el quehacer histórico del hombre, estamos, como es sabido, ante un cristianismo ateo: en realidad, ante un ateísmo. Por mucho que ese ateísmo se ennoblezca con altas motivaciones, pero incapaces todas ellas de levantarnos de verdad hacia lo trascendente y, por tanto, carentes de contemplación.
Si todas estas consideraciones elementales que acabo de evocar, son válidas, y creo que lo son —en la medida en que es válida la fe ofrecida por el Señor a los pequeñuelos, a todos los hombres—, queda bien claro que contemplar no es necesariamente platonizar aunque admitimos que una cierta actitud espiritual platónica haya servido para formular ciertos aspectos más intelectivos de la contemplación.
Contemplar, en el sentido exigible para todo cristiano, es tomar en serio la Encarnación y, por lo tanto, aceptar la imantación de nuestra vida por la presencia operante de Cristo, en quien se nos hace accesible el Padre, la vida trinitaria. Y por eso, dice el Concilio Vaticano II, refiriéndose a toda la Iglesia, a la congregación de los creyentes que suele reunirse en la sagrada Liturgia, que esta acción litúrgica es la expresión de la naturaleza y del sentido auténtico de la Iglesia. «Porque lo característico de la Iglesia, leemos, es ser a la vez humana y divina, visible y dotada de elementos invisibles, entregada a la acción y dada a la contemplación, presente en el mundo y, sin embargo, peregrina. Y todo esto de suerte que en ella lo humano esté ordenado y subordinado a lo divino, lo visible a lo invisible, la acción a la contemplación, y lo presente a la ciudad futura que buscarnos». Todo esto, repito, común a cualquier cristiano y, gracias a Dios, vivido por innumerables cristianos, que nunca han hablado de contemplación.

II. LA VOCACIÓN CONTEMPLATIVA REQUIERE ALGUNOS SEGREGADOS

La Instrucción de la Sagrada Congregación de Religiosos acerca de la vida contemplativa deduce de esta naturaleza de la Iglesia, dibujada a propósito de la sagrada liturgia por el Concilio Vaticano II: «Por eso es justo y conveniente que algunos cristianos expresen con una típica forma de vida esta nota contemplativa, apartándose de hecho a la soledad, en cuanto éstos han sido incitados por esta gracia del Espíritu Santo a consagrarse a Dios sólo en asidua oración y ferviente penitencia».
Jesús, sin duda, quiere que toda la acción humana, y más la acción de la Iglesia, se ordene a la escucha de su palabra: «María,, sentada a los pies del Señor, escuchaba su palabra», y aunque Marta, afanada en el servicio se quejase, Jesús afirmó que «María ha escogido la mejor parte».

Jesús mismo fue segregado

Son muchos los que replican que la dimensión contemplativa o la polaridad celeste del vivir de cada cristiano ha de realizarse en el mundo, sin separarse de él, y más en nuestros tiempos, que, al parecer, postulan una creciente secularización de la misma Iglesia. No como una segregación profesionalizada, sino encarnados, según la palabra tópica, en el vivir cotidiano. Este tipo de razonamiento ha suscitado a favor y en contra un gasto enorme, casi risible, de energías. Porque la verdad es que para nosotros, si somos cristianos, es decisivo el hecho originante del mismo Jesús. Jesús dio bien claramente a entender que para lograr la polarización de los implicados en el vivir común es necesario que algunos se consagren de modo especial con una vida que sea profesionalmente referencia a lo celeste. Y tenemos (escandaloso, inmutable hasta el fin de los tiempos) el espectáculo de su propia vida. El es hombre verdadero. El vino, para hacer brillar el testimonio suyo acerca del Padre, acerca de nuestra vida auténtica, definitiva; sin embargo, sin dejar de ser hombre verdadero, es evidente que no vivió vida matrimonial, que no se dedicó a la acción política ni a la acción económica; en .definitiva, que vivió segregado de lo que tantos en nuestros días califican como factores indispensables del vivir del mundo y, por tanto, de la presencia cristiana en el mundo. Y como El, su Madre, virgen. Y El sigue constituyendo a través de los siglos el corazón de la Iglesia en la Santa Eucaristía, que es un espectáculo prodigioso de segregación, de falta de incorporación aparente al bullir cotidiano: No hay nada más inerte, más silencioso, más «inútil», desde la perspectiva de la praxis contemporánea más o menos marxistoide.

Vocación en la Iglesia a vivir como Jesús

Y para la Iglesia, sin excesivas complicaciones de especulación, este hecho y las palabras consiguientes con que Jesús exalta la renuncia para conquistar el camino de la vida, sigue siendo ejemplar y normativo. Si Jesús escogió ser hombre de esa manera, es justo y es hermoso que surjan entre los creyentes algunos que quieran ser sus discípulos viviendo exactamente como El. El Concilio, en la Constitución sobre la Iglesia «Lumen Gentium», nos dice: «Pongan especial solicitud los religiosos en que por ellos la Iglesia muestre cada día mejor a los fieles y a los infieles el rostro de Cristo entregado a la contemplación en el monte... y siempre obediente a la voluntad del Padre que lo envió».
«No solamente os está concedido un lugar en la Iglesia católica —dice el Papa Pablo VI—, sino una función, como dice el Concilio. No estáis separadas de la grande comunión de la familia de Cristo; estáis especializadas» (hablaba a las abadesas de los monasterios benedictinos). Y la Instrucción de la Sagrada Congregación, antes citada, afirma, por su parte: «Puesto que los contemplativos manifiestan la vida más íntima de la Iglesia, son necesarios para que se realice plenamente su presencia».

«La vida contemplativa pertenece a la plenitud de presencia de la Iglesia. Por ello es necesario establecerla en todas las Iglesias nuevas», enseña el decreto sobre las Misiones del Concilio Vaticano II
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Y Juan XXIII había, dicho antes: «Constituye una d« las estructuras fundamentales de la Santa Iglesia. Está presente en todas las etapas de su historia dos veces milenaria». En otra alocución del Papa Pablo VI leernos estas palabras sabrosas: «Os habéis dado a este género de vida para estar en continuo coloquio con el Señor, para ser capaces de captar mejor su voz, para manifestar esta pobre voz humana nuestra con más pureza y mayor intensidad. Habéis hecho de esta relación entre el cielo y la tierra el único programa de vuestra vida. Y la Iglesia ve en vosotras la expresión más alta de sí misma. Estáis, en cierta manera, en la cumbre».

Tensión peregrinante, anticipo visible de la vida que esperamos

Esta vocación especial, como ha enseñado constantemente la tradición y la experiencia de la Iglesia, conduce a vivir de un modo sensible, de un modo que constituye señal, la tensión peregrinante hacia lo que esperamos y, en cierto modo, el anticipo del vivir futuro. No me resisto a transcribir nuevas palabras de la Instrucción tantas veces citada: «Su vida entera, vivida en' la búsqueda de sólo Dios, no' es otra cosa que un viaje a la Jerusalén celestial y una anticipación de la Iglesia escatológica, abismada en la visión y posesión de Dios. Los contemplativos no sólo pregonan al mundo esa meta, la vida del cielo, sino que muestran el camino que a él conduce. Si el espíritu de las bienaventuranzas que vivifica el seguimiento de Cristo, debe animar toda forma de vida cristiana, la vida de los contemplativos testifica que esto puede realizarse ya en esta vida terrena». Y así, según un autor famoso, el monasterio o el modo de vida segregada de los contemplativos constituye cromo «la vanguardia de la Iglesia peregrina en marcha hacia el cielo».
«Los monjes y las monjas —escribe la Sagrada Congregación—, retirándose al claustro, no hacen otra cosa que realizar de una manera más absoluta y ejemplar una dimensión esencial de toda vida cristiana (la que apunta el Apóstol Pablo); por lo demás —dice—, que los que usan de este mundo se conduzcan como si no usasen, porque pasa la figura de este mundo» (1 Cor. 7,2931).

Vida angélica

Los contemplativos han anotado siempre deleitosamente una afirmación de Jesús que, por desgracia, molesta a muchos cíe nuestros hermanos. Jesús dice que después de la resurrección viviremos como los ángeles, y, más directamente, sin vida sexual. Según los Padres, la vida de Adán en el comienzo era semejante a la vida angélica por la contemplación, por la inmortalidad, por el dominio de sí, por la amistad con Dios. Y así se explica muy bien, según lo han expuesto luminosamente algunos autores recientes, que en la tradición de la Iglesia la vida monástica sea como vida angélica, como un intento, a medias conseguido, de anticipar, restaurándolo, el paraíso.
Un aspecto primario de esta vida angélica a la que nos remite el Señor, aunque se exponga a que ahora le acusemos de angelista, que es la moda, es que los ángeles ven de continuo en el cielo la faz del Padre. Como un paraíso recobrado, en la Iglesia se accede al trato amistoso con Dios. Y los que siguen esta vocación especial de ser señales de esta posibilidad viven la vida contemplativa, dice un autor contemplativo, como «una anticipación de lo que debe ser un día el estado de vida de toda criatura humana, su última y verdadera justificación». «El estado de castidad será un día el de todos los hombres. La vida consagrada a mirar y contemplar con amor a Cristo es un anticipo de la visión beatífica, es una afirmación de la vocación sobrenatural de la humanidad. El mundo necesita ver, necesita palpar estas realidades no sólo afirmadas en una predicación, sino realmente anticipadas ante su vista en unas vidas humanas». O lo que es lo mismo, el mundo, me atrevería a decir en el clima de la Semana Santa, necesita el escándalo de la Cruz, que es la única forma de contemplación de los que vamos de camino.

Celebramos este año, como saben, el centenario del nacimiento cié Santa Teresita de Lisieux. Ella, como tantas contemplativas, nos dio. ya desde la infancia un ejemplo emocionante de la
fecundidad de la renuncia a lo temporal para abrir los ojos de los demás a lo interno. Cuenta que durante su viaje de regreso de Italia a Francia, cuando acudió a Roma a arrancarle al Santo Padre el permiso de entrar carmelita antes de tiempo, iba admirando los prodigiosos panoramas de la Costa Azul, de la Riviera italiana. Y se sentía captada por aquella belleza. Y sin embargo, cuenta, «los veía desaparecer sin pena. El objeto de mis deseos eran las bellezas del cielo, y para hacérselas gozar a las almas deseaba convertirme en una prisionera», deseaba no poder ver nunca jamás tales bellezas.

«Laus perennis»; compensa el déficit de oración.

Esta condición de vanguardia de la peregrinación que es la vida cristiana, esta condición de anticipo de la vida que esperamos al llegar a la meta, tiene una expresión perenne y consustancial que es la oración, «laus perennis». La Iglesia peregrinante, cuando ora, por encima de todo se siente unida a la Iglesia celeste, a la Iglesia de los Angeles, la Iglesia de los que han llegado, los bienaventurados, donde Cristo está patente adorando e intercediendo en el Cielo. La liturgia es asociarse al Cordero rodeado de esa corte. La oración de los contemplativos, dice la Sagrada Congregación, «realiza la más noble tarea de la comunidad de orantes que es la Iglesia, la glorificación de Dios. Esta oración es el culto con que se tributa al Padre por el Hijo en el Espíritu Santo un eximio sacrificio de alabanza. Culto que en verdad introduce a los que a él se entregan en el misterio del coloquio inefable del Padre celestial que Cristo Señor continuamente mantiene y con el cual en el seno del Padre le expresa su amor infinito. Esa plegaria es el punto al que tiende como a su culmen toda la acción de la Iglesia», según el Concilio (S. C. 10). «El monje —escribió un viejísimo autor, S. Macario— es llamado monje porque habla con Dios día y noche y nada imagina sino las cosas de Dios, no poseyendo nada sabré la tierra».

Una razón que exige y justifica la segregación especializada de los que llamamos por antonomasia contemplativos es la palabra del Señor y de los Apóstoles, que han impuesto a los creyentes la norma de orar ininterrumpidamente. Esta norma los cristianos no solemos quizá, no podemos cumplirla. Los contemplativos compensan el «déficit» de nuestra oración.
Esta palabra del Señor tropieza, evidentemente, con una interpretación fácil y cómoda, y hermosa a la vez, según la cual hay que preocuparse menos de la oración formal o explícita y convertir en oración toda la vida. Pero aquí de nuevo se alza, indoblegable, el espectáculo de la vida de Jesús. Jesús, como escribe un contemplativo reciente, mejor que nadie vivió eso que se llama la oración continua de la vida, porque «vivió permanentemente ante su Padre en estado de adoración y de oración, pues to que la visión de Dios moraba en su alma en medio de todas sus actividades humanas. Y, sin embargo, vemos que aprovechaba las ocasiones de entregarse en silencio y soledad a la oración más pura: «Después de despedir a la gente —dice el Evangelio—, subió al monte a solas para orar».

El mundo, el mundo cristiano incluso, tiende a no orar sino cuando siente el deseo de orar. Y, por desgracia, es notorio, algunos así lo enseñan a nuestros jóvenes: no vayáis a Misa más que cuando sintáis vivo e impelente el deseo de asistir. Con lo cual falla necesariamente la perseverancia en la oración que pedía Jesús: el «sine intermissione orate» de la voz apostólica. «No esperéis para orar a sentir el deseo de oración —escribe un contemplativo—; dejaríais de orar justo en el momento en que más lo necesitáis. Es una ilusión peligrosa, por la que muchos se han apartado de Cristo.» «El deseo de orar sólo puede nacer de la fe. Desear orar es ya un efecto de la oración. Os tiene que bastar saber que Dios os espera. Dios desea siempre veros orar, aun cuando no deseéis orar. Y quizá, sobre todo, en ese momento. Cuanto menos oréis, peor lo haréis y menos lo desearéis».

Y esto pasa con todos nosotros. Y es una de las tragedias contemporáneas de la Iglesia, Por algo Santa Teresa, cuando fundaba casas en las que ponía el Santísimo Sacramento, mostraba su alborozo. «Es particular consuelo para mí ver una iglesia más, cuando me acuerdo d« las muchas que quitan los luteranos». La compensación del «déficit», aunque parezca extraño para la mentalidad activista y alicorta de tantos contemporáneos, es una de las exigencias del vivir cristiano y, por tanto, de la misión global de la Iglesia.

¿Peligro de «angelismo»? No; peligro de naturalismo. A mayor presencia en el mundo, mayor «fuga mundi».

Una y otra vez he tenido que aludir, es inevitable, a la acusación típica, la que ve en este llamamiento a la oración, a la renuncia, a la soledad de los contemplativos, el famoso peligro de angelismo o el peligro del menosprecio de la legítima condición terrena y temporal del hombre. Verdaderamente sería para llorar el tener que atender a este tipo de especulaciones. Porque es manifiesto que el peligro clásico en nuestros tiempos es exactamente el contrario., Yo no conozco ni un solo caso, en toda mi vida de relación con el prójimo, de peligro de angelismo, y conozco muchísimos, a la vista están, de peligro de animalismo, de vigencia y canonización de lo instintivo. «Todo en la vida moderna —escribe un monje— tiende y coadyuva no precisamente a desencarnar o a angelizar, sino a encarnar, a humanizar, a naturalizar con exceso. El hombre se siente cada vez más señor absoluto del universo. El hombre se encuentra bien en este mundo; el bienestar se generaliza; la moral se relaja; sólo de vez en cuando el sufrimiento individual o colectivo obliga a reflexionar un poco. Pero de nuevo se zambulle el hombre en el gran río de la vida y el torbellino del vivir moderno ahoga sus aspiraciones a una vida mejor.» «El cristianismo., que es a la vez religión de la encarnación, es religión de la ascensión... «Padre —hijo Jesús—, quiero que donde esté yo estén ellos también conmigo, para que vean mi gloria» (39). El cristianismo impulsa a un humanismo supratemporal. No desprecia lo relativo, pero prefiere lo absoluto. .
Y en este sentido estamos autorizados por la doctrina de la Iglesia y por la experiencia psicológica y sociológica para afirmar ,que la «fuga mundi», el retraimiento en búsqueda de la soledad contemplativa, es un antídoto necesario, ahora más que nunca, en la Iglesia, para que ésta no se diluya en el mundo. Cuando más presente quiera hacerse y deba hacerse la Iglesia en el mundo, más necesita la «fuga mundi». Algunos historiadores han advertido, y parece que no sin alguna razón, que las formas más llamativas de segregación monástica se produjeron o se multiplicaron precisamente en el momento de mayor intercompenetración de la Iglesia y el orden temporal, en el siglo IV, cuando comienza ese clima espiritual que luego llamaremos la cristiandad. Y el monacato resultó entonces eficacísimo como ningún otro factor para la misma vida temporal.

Con. pretextos extemporáneos de antimaniqueísmo —como si el maniqueísmo fuese ahora el peligro—, muchos en la Iglesia se Lanzan a una apologética irreal, adolescente, de la inmersión en lo sensible, en lo sexual, con una pedagogía que con pretexto de superar supuestas repugnancias de algunos frentes a lo legítimo, lo que hacen de, verdad sociológicamente es convalidar la licencia egoísta y destructora de los más. Y esto nos pasa con tantos movimientos pseudopastorales del momento presente. Hablamos obsesivamente de casos límites —como sucede, por ejemplo, en el aborto o el divorcio y oíros aspectos de la vida familiar o matrimonial—, sin darnos cuenta de que estamos echando leña a la hoguera de millones de personas a quienes no les preocupa lo más mínimo ningún caso límite, sino el caso cotidiano de la vida cómoda, de la vida irresponsable.

Lo que está en juego es el sentido de la presencia de Dios.

Lo que está en juego es el sentido de la presencia de Dios, de la vigencia histórica de la Encarnación, y, por tanto, la razón de ser de la Iglesia. Hay muchos que, preocupados en exceso con la futura sociedad secularizada, en la que, al parecer, Dios será un incomunicado (un Deus ineffabilis», absolutamente escondido), exageran de tal modo este «Deus ineffabilis» de la tradición teológica, que de hecho eliminan lo religioso. Dios termina convirtiéndose en una hipótesis inoperante. Y su manifestación histórica en Cristo Jesús se degrada a ser un mito expresivo de valores humanos realizables en el tiempo. «En la actual sociedad humana, que tan fácilmente rechaza a Dios y lo niega —nos dice la Sagrada Congregación—, la vida de hombres y mujeres dados a la contemplación de las cosas divinas proclama altamente la existencia de Dios y su presencia, ya que esa, vida entraña un trato de amistad con Dios que da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios. Y por eso los que así viven pueden confirmar a los que están tentados en la fe y que por ello llegan a poner en duda la facultad misma dada a todo hombre de entablar coloquio con el Dios inefable».
Los contemplativos ayudan a la Iglesia a atravesar las dificultades de su peregrinación perseverando firme en el propósito, a semejanza de Moisés, como dice la carta a los Hebreos: «Como si viera al Invisible», que así es la vida cristiana, Y no se trata de una visión intelectualizada, sino de una posibilidad de acceso y comunicación para los más humildes, para los menos capaces de análisis, para los menos capaces de ascensiones estrictamente intelectuales.

III. FECUNDIDAD APOSTÓLICA DE LA VIDA CONTEMPLATIVA

Así se explica, y termino, el que la Iglesia en tantas manifestaciones que sería grato reproducir, pero no hay tiempo, afirme y reafirme la fecundidad apostólica de la acción y de la vida contemplativa. Los Papas, incluso los más recientes, no se cansan de asegurarlo. La Iglesia no tiene en los contemplativos un complemento, sino un motor indispensable para que los activos realicen de verdad la obra de Cristo y no su obra humana, diríamos ahora, para que la Iglesia siga siendo de verdad sacramento de Cristo y no una institución política. Santa Teresita, a quien acabo de citar, dice que ella tenía vocación activa, ella quería haber sido misionera, y ya que no pudo serlo, siguiendo el ejemplo de su santa y grande madre, Teresa de Jesús, procuró convertirse un poco en el corazón de la Iglesia y situarse como una niña en ese corazón para ayudar, para respaldar la acción de los misioneros. «No pudiendo ser misionera por la acción, quise serlo por el amor y por la penitencia, como Santa Teresa, mi Seráfica Madre». Y la misma Santa escribe al misionero Padre Roulland: «Vos sois como Josué, combatís en la llanura; yo soy vuestro pequeño Moisés y sin cesar mi corazón está levantado al cielo para obtener la victoria. Pedid a Dios que El sostenga los brazos de Moisés en. la oración».

Y, sobre todo, apuntaba Santa Teresita, especialmente al final de su vida, algo decisivo, y es la suprema actividad que constituye la pura contemplación. Es ¿a intuición de que no hay dicotomía entre actividad y contemplación (en definitiva, Dios es la pura actividad y la pura contemplación) la expresaba esta Santa, cuyo centenario celebramos, proyectándola de un modo audaz sobre su vida después de la muerte. «Cuento con no estar inactiva en el cielo, mi deseo es el de seguir trabajando por la Iglesia y por las almas. ¿No están acaso los ángeles continuamente ocupados de nosotras sin cesar, por eso, de contemplar el rostro divino?». Cuando muera, dice a otro misionero, «nuestros papeles seguirán siendo los mismos: para vos las armas apostólicas, y para mí, la oración y el amor». Y la palabra bellísima, tan difundida en los últimos decenios: «Sí, quiero pasar mi cielo haciendo el bien en la tierra. Y esto no es imposible, pues en el seno mismo de la visión beatífica los ángeles velan por nosotros».
Con esto acabo de esbozar torpemente y con otras muchas cosas que otros podrían decir mejor, creo que se justifica lo que afirma sintéticamente el Decreto sobre la Vida Religiosa del Concilio Vaticano II. «Los Institutos que se ordenan íntegramente a la contemplación, de suerte que sus miembros vacan sólo a Dios en soledad y silencio, en asidua oración y generosa penitencia, mantienen siempre un puesto eminente en el Cuerpo Místico de Cristo, en el que no todos las miembros desempeñan la misma función, por mucho que urja la necesidad del apostolado activo. Ofrecen, en efecto, a Dios un eximio sacrificio de alabanza, ilustran al pueblo de Dios con ubérrimos frutos de santidad y le edifican con su ejemplo, e incluso contribuyen a su desarrollo con misteriosa fecundidad apostólica. De esta manera son gala de la Iglesia y manantial para ella de gracias celestiales».
Dios quiera que lo sigan siendo para bien de todos.

José Guerra Campos