LA IGLESIA Y LAS RELIGIONES

Expusimos la doctrina de la Iglesia sobre el valor religioso de la buena fe en las personas que no conocen la verdad de Dios. Respondimos a esta pregunta: "¿Basta acaso la buena fe sin necesidad de la fe"? Explicamos que la buena fe lo es porque está orientada hacia la fe. Por eso no disminuye la urgencia de la acción misional. ¿Y qué decir de las diversas formas de religión? Sobre esto circulan entre nosotros dos clases de interpretaciones inexactas. Por un lado, dicen algunos que la Iglesia católica, después del Concilio, ya no sostiene que ella es la "única religión verdadera". Dicen que ahora acepta que lo son todas las demás por igual, al menos, que todas son por igual parte de la verdad. Y algunos hasta recomiendan que se vaya a una "fusión". Por otro lado también entre nosotros se habla de que toda religión está superada; y aun hay quien pretende desnudar la fe cristiana de su sentido religioso. Por lo menos, se dice que está invalidada la religiosidad de los pueblos primitivos: no sería más que una manifestación de ignorancia, un intento por resolver problemas con recursos mágicos, invocando como a personas lo que no son sino fuerzas naturales. ¿No se disipa toda esa fantasmagoría añaden con el conocimiento racional de la naturaleza, con el dominio de las fuerzas y de sus leyes? ¿Cuál es, de verdad, la doctrina de la Iglesia? Ante todo, conviene recordar que el Concilio no es nada sospechoso de inclinaciones oscurantistas. Siguiendo la tradición de la Iglesia, siempre fautora de cultura, reconoce y exalta la dignidad y la eficacia de la ciencia y del esfuerzo humanos; señala como efecto del desarrollo cultural la superación de supersticiones y conceptos mágicos del mundo. Pero, al mismo tiempo, el Concilio afirma que las religiones, sin excluir las formas primitivas, tienen su valor. La razón es que las religiones tratan de responder a interrogantes profundos, y de expresar necesidades de la vida humana que, por su misma naturaleza, están y estarán siempre fuera del alcance de nuestro dominio científico o técnico: "Los hombres dice el Concilio esperan de las diversas religiones respuesta a los enigmas recónditos de la condición humana, que hoy como ayer conmueven íntimamente su corazón: ¿Qué es el hombre? ¿Cuál es el origen y el fin de nuestra vida? ¿Qué es el bien y qué el pecado? ¿Cuál es el origen y el fin del dolor? ¿Cuál es el camino para conseguir la verdadera felicidad? ¿Qué es la muerte, el juicio, y cuál la retribución después de la muerte? ¿Cuál es, finalmente, aquel último e inefable misterio que envuelve nuestra existencia, del cual procedemos y hacia el cual nos dirigimos?" . El valor de las religiones está en que, por lo menos, reflejan estos anhelos íntimos, las necesidades profundas, las muy variadas formas en que se ha ido expresando la búsqueda de los hombres, nos ilustran sobre el ser íntimo del hombre, con su proyección hacia Dios, y aunque no acierten a establecer comunicación con Él, aunque no pasen de buscar por tanteos, a veces imperfectísimos, esto es por sí mismo respetable y positivo; sin duda, mucho más que el desentenderse de la búsqueda. El valor está, además, en que, según reconoce el Concilio, las religiones, no obstante muchos errores y fallos, poseen ciertas intuiciones valiosas acerca del mismo Dios: "Rayos o destellos de la verdad"; en medio de las sombras, Dios no deja de iluminar al hombre. Ahora bien, sin mengua de lo dicho, el Concilio califica de nuevo a la Iglesia como "única religión verdadera". ¿En qué sentido lo es, y, por tanto, en qué sentido las demás son falsas? La posición de la Iglesia es muy clara; la misma según la cual la buena fe está orientada hacia el Evangelio. "La Iglesia católica nada rechaza de lo que en estas religiones hay de verdadero y santo". Pero lo considera preparación del Evangelio. Ella ofrece la plenitud de la vida religiosa: Dios ha querido manifestarse plenamente en Cristo, en quien reconcilia consigo todas las cosas. Por lo mismo, la Iglesia no es una competidora más entre las diversas religiones; es portadora de una revelación que constituye, al mismo tiempo, la llamada y la respuesta de Dios para los que le buscan. Por eso, toda búsqueda humana ha de orientarse a Cristo, todo hombre está llamado a adherirse a Dios en la forma con que Él se manifiesta. La búsqueda en cuanto tal, o las formas imperfectas de religión, a falta de otras, no son malas. Pero si alguien, por desidia o contumacia culpables, se queda en la etapa de búsqueda y no acoge al Señor que llama a su puerta, se pone en situación falsa. En este sentido siempre será verdad que la Iglesia es la "única religión verdadera". Por todo ello, la Iglesia fomenta, sí, la paz y la cooperación con los hombres de cualquier religión, y se goza en los valores comunes; pero sin dejar de anunciar el Evangelio. Carece de sentido hablar de una fusión de religiones, como si la verdadera pudiese resultar de ensamblar pedazos, y Cristo fuese un pedazo más. Cristo en su Iglesia nos ofrece todo lo que, fuera, los hombres, buscan a tientas o lo que entrevén de modo fragmentario, desfigurado e insuficiente. Cristo es la totalidad de la vida religiosa, es el único camino de salvación; no cabe añadirle nada. Una respuesta divina satisface a muchas preguntas humanas, pero no puede obtenerse mezclando esas preguntas. Al que necesita viajar aprisa y dispone de un avión reactor, no se le ocurre hacer una mezcla del avión con patines o carretas, aunque estas últimas tengan elementos que también se encuentran en el avión... Ahora bien, por lo mismo que es la totalidad, Cristo, gracias a Dios, asume todo lo bueno. Y así, a lo largo de la historia, con aceptación de la Iglesia se han ido incorporando a la vida cristiana y se ponen a los pies de Cristo formas expresivas del corazón humano o características de las tradiciones de los pueblos, sin que obste su origen pagano. Una última consideración, que no carece de importancia. El amor a la verdad, que es amor al auténtico bien del hombre, engendra simultáneamente la humildad agradecida, la justa comprensión y la justa intransigencia. Hay actitudes acomodaticias que nacen solamente de la indiferencia, donde no hay verdad ni amor, pues supone un desprecio de Dios y de los hermanos. En esta justa posición, ante la verdad y frente a sus destellos mezclados con tantos errores, deberíamos encuadrar nosotros una solícita preocupación por no malversar el gran tesoro de la fe en nuestra patria. Muchos espectadores vimos en su día, desde lejos, cómo los innumerables fieles congregados en Valencia, en torno a Jesucristo presente en la Eucaristía, junto al enviado del Papa, a los cardenales y demás obispos españoles allí presentes, aplaudieron la oración en que la primera autoridad de nuestro país invocaba la ayuda de Dios para que el pueblo español, fiel a su tradición católica, se mantenga firme en la fe". Dios lo haga. Y que nosotros no lo impidamos.

Monseñor José Guerra Campos