SAN JAIME HILARIO BARBAL (18981937)

Manuel Barbal Cosán nació el 2 de enero de 1898 en Enviny (Lérida). Sus padres, Antonio y María, le dieron una esmerada educación cristiana. Hizo sus estudios con gran provecho en su pueblo natal, en Rialb, Seo de Urgel, Mollerusa e Irán, donde vistió el hábito de las Escuelas Cristianas, tomando el nombre de Jaime Hilario.

Alma verdaderamente apostólica, hacía vislumbrar una brillante carrera en el magisterio, que ejercitó en el noviciado de Pibrac, cerca de Toulouse (Francia), pero pronto se le declaró una pertinaz sordera, que le imposibilitó el apostolado activo con la niñez y juventud. Los superiores le enviaron a Cambrils (Tarragona).

El 16 de Julio de 1936 el H. Jaime Hilario salió de Cambrils en dirección de su pueblo natal, con el fin de pasar unos días al lado de su familia. Al llegar a Mollerusa se detuvo en su antigua residencia, y allí le sorprendió la revolución.

PRESO EN MOLLERUSA

Los rojos, dueños de Mollerusa, no tardaron en personarse en el Colegio de los Hermanos. En él se encontraban numerosos jóvenes preparándose a la sublime misión de educadores lasalianos. Tres días después tuvo lugar la desgarradora escena de tener que separarse de tan prometedora juventud. Asegurada su suerte, los Hermanos pensaron en la suya propia. La familia Mir los acogió con toda deferencia y cariño. El H. Jaime Hilario pasó los días sucesivos con pasmosa tranquilidad, entregado a la oración intensa por España y por los perseguidores de la Iglesia.

Los revolucionarios se presentaron en la casa Mir exigiendo la entrega de los Hermanos. Tras ser llevados a los calabozos del Ayuntamiento, el Hermano Jaime dijo a su compañero: "Hermano, un Te Deum, pues Dios nos ha concedido la gracia de poder sufrir algo por Él". Siete días permanecieron en aquella habitación, sin luz ni aire. La gente del pueblo, al darse cuenta de ello, acudió a socorrerlos en cuanto se lo permitieron los nuevos dueños. Los milicianos no dejaron de insultarlos del modo más humillante. El H. Jaime Hilario lo ofrecía todo a Dios y permanecía tranquilo. Cuando le referían las matanzas que se perpetraban aquellos días, exclamaba: "Son mártires. ¡Que dicha sí nosotros llegásemos a serlo!".

 

El señor Badía, antiguo alumno lasaliano, exponiéndose abiertamente a que le mataran, fue a visitarlos y socorrerlos, e incluso se presentó al Comité revolucionario solicitando que le dejaran llevarse a los Hermanos a su casa. Lo consiguió al cabo de cinco días de reiteradas demandas y con la amenaza de ser fusilado si uno de ellos se escapaba. Los trató como a hijos propios, y ellos correspondieron lo mejor que les fue posible.

 

El H. Jaime Hilario se ofreció al Señor como víctima en reparación de los pecados y sacrilegios que se cometían aquellos días. "¿Por qué temer la muerte en estas circunstancias? – decía . Un instante les ha costado a los que han muerto por Dios; ya gozan de Él. Tal vez nos suceda lo propio a nosotros y estaremos dentro de pocos días con nuestros Hermanos".

¡ESTO MUESTRA LO QUE ERES!

Los que rodeaban al H. Jaime Hilario estaban pasmados de ver su imperturbable serenidad de ánimo en medio de las circunstancias que los rodeaban. A los que se lo manifestaban, repetía: "Sólo nos harán lo que el Señor les permita hacer, y nada más. ¡Pobrecitos! Todo cuanto hacen lo realizan por ignorancia."

El 24 de agosto llegaron a Mollerusa nuevos milicianos; arrancaron de sus pacíficos hogares a 34 víctimas, entre ellas a los Hermanos Arnoldo, Director, y al H. Jaime Hilario, y se los llevaron a Lérida. Al cachearlos encontraron el rosario que este último llevaba en el bolsillo y, mostrándolo con aire triunfal, dijeron: "¡Esto muestra lo que eres!". Acto seguido, fueron encarcelados.

Las plegarias, los himnos religiosos y patrióticos se sucedían en las tétricas celdas carcelarias. Uno de los condenados a muerte confidenció con el H. Jaime Hilario. Este le contestó: "Somos ovejas destinadas al matadero. No demos ocasión de que blasfemen los vigilantes. Si Dios nos pide que seamos mártires, ¿qué suerte mayor podemos desear? ¡Adiós! Ya no nos veremos más en este mundo."

Con todo, no desapareció de él la alegría, y hasta hizo apostolado por medio del buen humor: se convirtió en caricaturista de los presos que con él estaban. Diariamente rezaban en su compañía los quince misterios del Rosario, el Trisagio y el Viacrucis.

En los momentos que consiguió estar a solas con los demás Hermanos, les habló de sus escritos abandonados en Cambrils, de la cuestión social, de lo ciegos que iban los perseguidores de la Iglesia y de la gran merced que les hacía el Señor escogiéndolos por victimas. Cuando se despidió de los demás presos, el 5 de diciembre, los aconsejó que cumplieran bien con su deber, y añadió: "¡Hasta el cielo!"

PRISIÓN Y CONDENA EN TARRAGONA

De Lérida a Tarragona los condujeron maniatados de dos en dos. Los llevaron al vapor Mahón, en donde encerraron más de doscientas personas en habitaciones que escasamente podían contener veinticinco. Tan insostenible situación empeoró con los malos tratos de los carceleros y las consiguientes molestias de los parásitos que hicieron allí su aparición.

El H. Jaime Hilario pasaba gran parte del día desgranando el rosario. Nadie le oyó la menor palabra de desaliento, inquietud o miedo a la muerte, que tan cercana veía. Todo lo sufría con santa resignación y hasta con visible alegría.

Llegó el 15 de enero de 1937. A las nueve en punto de la mañana franqueó la Policía el puente que daba acceso al Mahón. Iba a hacerse cargo de los reos para llevarlos al salón de actos del Seminario. Vocearon los nombres. Entre ellos se hallaba el de Manuel Barbal Cosán. Ante las prisas de los recién llegados se repitieron las escenas de las catacumbas; como a los cristianos que iban a ser echados a las fieras, también ahora se sucedían las felicitaciones, los apretones de manos, las palabras de resignación y de confianza en Dios, las promesas de rezar por ellos para que fueran fieles hasta el último momento, los gestos de esperanza, etc. ¡Hasta el cielo/ repitió el H. Jaime Hilario.

El abogado esperaba que no le condenaran a la pena capital. El H. Jaime Hilario permanecía inflexible en su resolución de no negar su calidad de religioso. El abogado le insistió inútilmente que dijera era sólo hortelano del convento. Consiguió que el H. Cirilo Julián acompañase al futuro Mártir, so pretexto de repetirle al oído lo que le preguntara el Tribunal. Poco tiempo después pisaban tierra firme los dos hijos de San Juan Bautista de la Salle. Sin duda, los seguía éste contemplando desde el Cielo con íntima satisfacción de verlos avanzar, resueltos a confesar a Cristo hasta el fin.

Esposaron al H. Jaime Hilario con otro religioso claretiano, y así maniatados y custodiados por la Policía, recorrieron los dos o tres kilómetros que separaban el puerto tarraconense del Seminario. Ni que decir tiene la humillación que sentirían los dos héroes al atravesar de este modo la ciudad en medio de un gentío inmenso, que los contemplaba, ora con burla, ora con compasión o mera curiosidad.

La muchedumbre que los esperaba se apiñaba en los alrededores del Seminario. Los reos pasaron entre ella. Los condujeron a una sala contigua al salón de actos, donde iban a ser juzgados.

El Tribunal parecía tenerlo todo estudiado para hacer más espectacular la condena del Hermano. Condenaron a treinta años de cárcel al claretiano "por criado de curas y frailes".

Mientras se desarrollaba este juicio, el defensor trataba de persuadir al Hermano Jaime Hilario para que se hiciese pasar por hortelano del convento de Cambrils. Pero él, tomando un papel, escribió resueltamente: "Diré la verdad en todo."

Había llegado el gran momento. Con mal talante y satánico regocijo, vociferó el presidente: "Audiencia pública." Cedieron las puertas ante la avalancha humana. Después de reñidos forcejeos, tomaron al asalto los primeros puestos, para ver y oír mejor cuanto allí iba a desarrollarse. Momentos después el salón estaba abarrotado de espectadores; hasta las tribunas y los pasillos se hallaban completamente llenos de gentes. Un periódico había anunciado que iban a juzgar a los Hermanos, y esto motivó, sin duda, tan inesperada afluencia de gente. No se explica de otro modo tratándose de un indefenso religioso, sordo, jardinero y a quien nadie conocía en Tarragona.

Los jueces, satisfechos, estaban en su mesa. El Hermano, en el banquillo, como Jesucristo ante sus inicuos jueces. El defensor trató de salvar a todo trance al Hermano. Su excelente argumentación jurídica terminó pidiendo la absolución del procesado. Minutos de intenso barullo siguieron a esa declaración. Renacida la calma el fiscal dijo al Hermano:

Antes de venirte la sordera diste clase."

Sí, señor, después de terminar mis estudios di clase unos años.

Tú aprendiste latín y lo enseñaste.

Nunca he enseñado latín.

Enfurecido, el presidente le replicó:

¡Pero lo estudiaste!

En mi primera juventud hice algunos estudios de humanidades en La Seo.

Una gran carcajada de triunfo, subrayada por un puñetazo del presidente sobre la mesa, acogió las sencillas palabras del inocente Hermano.

Fuera de sí el presidente dijo:

¡Ya está! ¿Para qué necesitamos más explicaciones? ¿No habéis oído su declaración...? Estudió latín y esto basta. ¡Es fraile! Sí no les matamos nos matarán, frase que repitió hasta la saciedad.

Indignado el defensor por tanta sandez e incultura en labios del magistrado, no pudo aguantarse e hizo que constara su protesta por la incorrecta intervención de la presidencia. El público se puso en pie y armó indescriptible algarabía. Del alboroto general salieron repetidos gritos de "¡Fuera el abogado! ¡Matad al fraile!".

Sosegado el gran alboroto, y tras unas preguntas al acusado y dignas respuestas de éste, en las cuales claramente afirmó no haber tenido actividad política ninguna como correspondía a un pobre sordo que no podía comunicarse con nadie, el fiscal dijo:

Bueno, camaradas Jueces, a éste hay que matarlo, ¿eh? O los matamos o ellos nos matarán. Si condenamos a los que ametrallan a nuestros hermanos, con mayor razón hemos de matar a los que se dedican a la formación de fascistas. Porque una de dos: o acabamos con esa chusma o ellos acabarán con nosotros... Este estudió lo que llaman latín, que no sirve para nada, pero que quieren meterlo en la cabeza de los niños para atontarlos y hacer de ellos lo que les venga en gana. Por eso, ya lo sabéis, hay que matarlo, y pido al Jurado que no se deje llevar de sentimentalismos y que confirme con su voto la pena de muerte que pido para este acusado.

Acto seguido, el carnavalesco Tribunal se retiró a... deliberar. Brevísima fue la deliberación. No pasó de un minuto. El tiempo preciso para firmar la sentencia que tenían ya escrita y preparada con antelación. El ridículo cortejo se reintegró a su mesa. Acto seguido y en medio de un sepulcral silencio, el sanguinario presidente pronunció el veredicto supremo:

"... Vistas las disposiciones citadas y demás de aplicación,

FALLAMOS: Que debemos condenar y condenamos a Manuel Barbal Cosán a la pena de muerte, con la accesoria de confiscación de todos sus bienes.

Así lo dicen por esta sentencia los compañeros que hoy integran este Tribunal y firman de conformidad en la fecha y lugar antedichos. Tarragona, 15 de enero de 1937."

Terminada la sesión llevaron al H. Jaime Hilario y a su acompañante, el H. Cirilo, a la sala contigua, no lejos de la capilla interior donde predicó el Apóstol San Pablo la Buena Nueva.

Comunicada al H. Jaime Hilario la sentencia de muerte, que no había oído por su sordera, exclamó:

"¡Bendito sea Dios! Desde el cielo rogaré por ustedes. ¿Qué más pudiera desear que morir por el único delito de ser religioso y de haber contribuido a la formación cristiana de los niños?"

Pensó entonces en sus padres y en su familia, y temiendo no poder comunicarse más con ellos, escribió cinco cartas, que hablaban por sí solas.

A un hermano carnal suyo le escribió lo siguiente:

"Acabo de ser juzgado y condenado a muerte. Acepto gustoso la sentencia. No me han acusado de nada. He sido condenado únicamente por ser religioso. No llores; no debéis compadecerme, pues no soy criminal. Muero por Dios, por mi Instituto y por España. Adiós. Os espero en el Cielo."

Al volverse a encontrar con el Hermano claretiano que le había precedido en el banquillo, preguntóle éste cómo le había ido. El Siervo de Dios le contestó con pasmosa tranquilidad que le hablan condenado a muerte. Permaneció luego sonriente y con una serenidad envidiable que dejó estupefacto al buen religioso del Corazón de María.

Tal era su virtud, añade otro testigo, que al serle comunicada la sentencia de muerte por el Tribunal Popular, no sólo no se inmutó, sino que manifestó anhelo de dar su sangre por Cristo, preguntando con ansiedad si le ejecutarían pronto, como temeroso de perder la palma.

¡MILAGRO! ¡MILAGRO!

Tres días después, el 18 de enero de 1937, a las tres de la tarde, condujeron al H. Jaime Hilario junto al cementerio, en el lugar llamado La Oliva.

El pelotón que le iba a ejecutar se colocó más abajo, en un pinar, a unos cuatro metros. El condenado, de pie, con las manos cruzadas sobre el pecho y los ojos fijos en el cielo, en actitud extática, gritó:

"¡Amigos míos, morir por Cristo, es vivir!"

De repente se oyó una orden seca, que dijo:

"¡Fuego!"

Una detonación de conjunto desgarró el aire y el eco la fue repitiendo. El Hermano seguía pálido pero sonriente. No le había tocado ninguna bala. Los diez hombres que formaban el piquete seguían apuntando. El Hermano los miraba plácidamente.

Nervioso, el jefe repitió: "¡Fuego!".

Se oyó nueva descarga. La víctima continuó de pie, ligeramente herido en un brazo, y fijos sus ojos de cordero inocente sobre sus asesinos.

Los milicianos, amedrentados, tiraron las armas y echaron a huir gritando: "¡Milagro! ¡Milagro!"

El jefe de la banda, desconcertado, se aproximó al Hermano, le insultó groseramente y descargó sobre él, a quemarropa; temblando de miedo o de rabia, erró el tiro una, dos, tres veces, sin tocarle. Siguió disparándole hasta que, muy lentamente, cayó inanimado en tierra.

Un moro que presenció la ejecución dijo, indignado, en su lenguaje de infinitivos:

Esto no ser un fusilamiento y sí un asesinato. Yo ser moro y el fraile cristiano; pero reconozco que él ser un gran valiente y los que le fusilaron unos cobardes. El hombre estar derecho y de cara al piquete, muy sereno y rezando, sin hacer ningún movimiento...

VENGANZA DE MÁRTIR

Mientras se desarrollaba tan horrible al par que sublime escena, el abogado defensor señor Montañés, ignorándola, no perdía un minuto para conseguir que no se fusilara al Hermano. El día 18 regresaba de Barcelona, a donde había ido a solicitar el indulto de la Generalidad. Se encontró en el mismo tren con el letrado señor Masó que le había condenado a muerte. Tras breves palabras de difícil saludo, dijo el presidente al abogado:

Hoy te encontrarás fusilado a uno de los tuyos.

¿Quién es?

Barbal.

¡imposible! Acabo de pedir el indulto.

Es tarde. Ya está listo.

Al llegar el señor Montañés, triste y preocupado, a su casa, su señora corrió a confirmarle la dolorosa noticia. No tuvo más respuesta que ésta: ¡Pobre Hermano! ¡Era un santo!

El señor Montañés resumió así el concepto de santidad que tenía el Siervo de Dios: "Fue mártir sólo porque no quiso disimular su condición de religioso."

Tras la victoria contra los sindiós, el referido letrado Masó corrió a refugiarse en Francia, con sus cómplices y amigos. Pero no esperaba la futura invasión alemana que le obligó a regresar a Tarragona, temiendo allí por su vida. Cual náufrago que se hunde, imploró la ayuda de un sacerdote que le librara de la justicia humana. Este, enterado de todo, le contestó:

Sí, yo sé quien puede salvar a usted con absoluta seguridad. ¿No le conoce...? Se llama MANUEL BARBAL COSAN.

Ante tan inesperada alusión, el señor Masó bajó la cabeza y se alejó confuso...

El glorioso Mártir, a quien él había condenado a muerte, no le libró de la justicia humana, pero sí consiguió para él el perdón de la divina, pues murió plenamente arrepentido y reconciliado con Dios y con la Iglesia. ¡Venganza de Mártir!

 

(Del libro "Venganza de Mártir" del Hno. Aniceto Joaquín,F.S.C., Madrid 1961)