Un testimonio curioso y oscuro
Es el que leemos en las
Memorias de Dª Eulalia de
Borbón, Infanta de España
(1864-1931),
Por mi abuela
(Mª Cristina, madre de
Isabel II, o sea, abuela
materna), conocí la versión
exacta y el minucioso relato
del origen del problema
carlista, que ella padeció más
que nadie puesto que en su
regencia se encendió la lucha
civil que trajo la abolición
de la Ley Sálica —por ella las
hembras quedaban excluidas de
la sucesión—, consecuencia
todo ello de un viejo pleito
familiar originado en
menudencias y pequeñeces casi
infantiles que alteraron, sin
embargo, la Historia de
España.
La Infanta Luisa Carlota
—madre de mi padre— y esposa
de Don Francisco de Borbón,
había jurado reiteradamente a
Don Carlos que no sería Rey de
España, a pesar de que el hijo
segundo de Carlos IV era ya
para todos el heredero natural
de su hermano Fernando, que no
tenía hijo varón. Fernando VII
había tratado en veces
repetidas de abolir la Ley
Sálica para burlar a su
hermano y dejar el trono a mi
madre (Isabel II), pero
Calomarde, su primer ministro,
era opuesto a esto por prever
sus graves consecuencias y
había ya disuadido al Rey de
ese empeño. Tenaz en sus
rencores, la bella y
caprichosa Luisa, ya moribundo
mi abuelo, se las ingenió para
convencerlo de que firmara el
Real Decreto de abolición.
Aprovechó para esto un momento
en que el Rey, preagónico y
casi sin voluntad, estaba solo
acompañado de mi abuela
(materna, María Cristina),
presentándole el documento que
apenas podía firmar y
ayudándole con su propia mano
a estampar la autoritaria
firma temblorosa. Ya Luisa
Carlota se retiraba triunfante
y nerviosa, en busca del sello
real, cuando llegó junto al
lecho Calomarde, advertido
acaso por alguien adicto a
Don Carlos.
El ministro increpó acremente
a mi abuela (paterna, o sea,
Luisa Carlota) tratando de
arrebatarle de las manos el
Decreto, pero ella respondió
con una recia bofetada que
turbó lo suficiente a
Calomarde para que huyera
quien llevaba, en su mano casi
infantil, la mecha de la
guerra carlista. Fernando VII
perdió el conocimiento, y
mientras mi abuela Cristina y
los cortesanos asistían de
rodillas a la agonía del Rey,
mi abuela Luisa Carlota, con
su sello de Infanta —igual al
real, pero más pequeño—
lacraba el testamento político
de Fernando VIL Este sello,
con puño de lapislázuli, que
según la tradición solo se usó
esta vez y decretó la lucha
fratricida entre los
españoles, se encuentra en mi
poder, única herencia de mi
vivaz y vengativa abuela
paterna.
Es evidente que no se trata de
una "versión exacta" ni de un
"minucioso relato". Y además
en cierta manera inexplicable
o contradictorio.
No es exacta, por cuanto el
suceso tuvo lugar entre el 13
y 22 de septiembre, día en que
la infanta Luisa Carlota llegó
a La Granja.
El 22 de septiembre el Rey
había pasado ya lo peor del
ataque, y no murió hasta el 29
de septiembre del año
siguiente, 1833.
Tampoco es "minucioso", porque
nos falta todo el entresijo
que supone la conducta seguida
por Luisa Carlota, si tenemos
en cuenta el cambio político
que en una semana se verifica
en la Corte y en los mandos
del Ejército. Y este entresijo
es lo que nos interesaba.
Y añadimos que es inexplicable
o contradictorio, porque se
nos dice que Luisa Carlota "se
las ingenió para convencerlo
de que firmara el Real Decreto
de abolición de la Ley
Sálica". No había ninguna
necesidad de hacerlo, por
cuanto ya existía la
Pragmática Sanción que la
abolía. De lo contrario
vendría a convencernos de que
consideraban ilegal o
impugnable, tal como sostenía
Don Carlos, esta misma
Pragmática Sanción, y para
asegurarse intentaba un Real
Decreto, en cuyo caso el de
dar una ley sucesoria por real
decreto, lo hacía más
impugnable.
¿Y dónde estará este Real
Decreto?
Entonces, ¿cómo explicar la
declaración de Fernando VII
cuatro meses más tarde (31 de
diciembre de 1832), si existía
ya este Real Decreto, sin
hacer mención de él?
Conviene sopesar algunos
párrafos de esta declaración
hecha con todas las
formalidades:
Don Francisco Fernández del
Pino..., notario mayor de los
reinos... Certifico y doy fe:
que, habiendo sido citado de
la orden de la Reina nuestra
Señora por el Señor Secretario
primero de Estado y del
Despacho, para presentarme en
este día en la Cámara del Rey
nuestro Señor; y siendo
admitido ante su Real Persona
a las doce de la mañana, se
presentaron conmigo en el
mismo sitio, citados también
individualmente por la misma
Real orden... Y a presencia de
todos me entregó S. M. el Rey
una declaración escrita toda
de su Real mano, que me mandó
leer. Como lo hice en alta
voz, para que todos la oyesen,
y es, a la letra, como sigue:
Sorprendido mi Real ánimo en
los momentos de agonía, a que
me condujo la grave
enfermedad, de que me ha
salvado prodigiosamente la
Divina Misericordia, firmé un
decreto derogando la
pragmática-sanción de 29 marzo
de 1830, decretado por mi
augusto padre a petición de
las Cortes de 1789, para
restablecer la sucesión
regular en la corona de
España. La turbación y
congoja de un estado en que
por instantes se me iba
acabando la vida, indicarían
sobradamente la indeliberación
de aquel acto, si no la
manifestasen su naturaleza y
sus efectos. Ni como Rey
pudiera yo destruir las leyes
fundamentales del reino, cuyo
restablecimiento había
publicado, ni como padre
pudiera, con voluntad libre,
despojar de tan augustos y
legítimos derechos a mi
descendencia. Hombres
desleales e ilusos cercaron mi
lecho, y abusando de mi amor y
del de mi muy cara esposa y de
los españoles, aumentaron su
aflicción y la amargura de mi
estado, asegurando que el
reino entero estaba contra la
observancia de la pragmática,
y ponderando los torrentes de
sangre y la desolación
universal que había de
producir si no quedase
derogada. Este anuncio atroz,
hecho en las circunstancias en
que es más debida la verdad
por las personas más
obligadas a decírmela, y
cuando no me era dado tiempo
ni razón de justificar su
certeza, consternó mi fatigado
espíritu, y absorbió lo que me
restaba de inteligencia, para
no pensar en otra cosa que en
la paz y conservación de mis
pueblos, haciendo en cuanto
pendía de mí, este gran
sacrificio, como dije en el
mismo decreto, a la
tranquilidad de la nación
española.
La perfidia consumó la
horrible trama que había
principiado la seducción; y
en aquel día se extendieron
certificados de lo actuado,
con inserción del decreto,
quebrantado alevosamente el
sigilo que en el mismo, y de
palabra, mandé que se guardase
del asunto hasta después de mi
fallecimiento.
Instruido ahora de la falsedad
con que se calumnió la lealtad
de mis amados españoles,
fieles siempre a la
descendencia de sus Reyes;
bien persuadido de que no está
en mi poder, ni en mis deseos,
derogar la inmemorial
costumbre de la sucesión,
establecida por los siglos,
sancionada por la ley,
afianzada por las ilustres
heroínas que me precedieron en
el trono, y solicitada por el
voto unánime de los reinos; y
libre en este día de la
influencia y de la coacción de
aquellas funestas
circunstancias, declaro
solemnemente de plena voluntad
y propio movimiento, que el
decreto firmado en las
angustias de mi enfermedad,
fue arrancado de mí por
sorpresa; que fue un efecto de
los falsos terrores con que
sobrecogieron mi ánimo; y que
es nulo y de ningún valor,
siendo opuesto a las leyes
fundamentales de la Monarquía,
y a las obligaciones que, como
Rey y como padre, debo a mi
augusta descendencia. En mi
Palacio de Madrid a 31 de
diciembre de 1832.
Concluida por mí 1a
lectura..."
Así, pues, queda plenamente
demostrado que el testimonio
de la nieta de María Cristina
(madre de Isabel II), Dª
Eulalia de Borbón, no es ni
una versión exacta, ni un
minucioso relato del problema
que suscitó la cuestión
dinástica.
Digamos en descargo de ella
que recibe este testimonio,
pasados los setenta años de
su abuelita, y ella los recibe
aún no en su adolescencia. Es
fácil, por otra parte, que
domine más el recuerdo
psicológico que el
cronológico. Mucho más si Dª
Eulalia tuvo a mano la carta
que su abuela dirigió a Isabel
II (madre de Eulalia), en la
que vemos expresados los
mismos sentimientos, casi con
las mismas palabras
Martirián Brunsó Verdaguer
Pbro.