ENTREVISTA

Dolores Alba es una de las dos hermanas pequeñas de nuestro querido P. José María Alba Cereceda, S. J., consiliario de AVE MARÍA hasta su muerte, acaecida el pasado 11 de enero. Pocos días después del fallecimiento de nuestro director, acudimos a su domicilio particular, en la barcelonesa Rambla de Cataluña, para que nos hablase del Padre; de aquellos aspectos de su personalidad que no conocíamos, sobre todo de su infancia y su juventud. Con la emoción serena en el ambiente por la reciente pérdida, Loles (que así se la conoce familiarmente), responde a AVE MARÍA.

Puede describirnos cómo era la familia. 

Éramos mis padres, Luis Fidel y Rufina, y cuatro hermanos, Finuca, José Mª, Luisa y yo. La mayor de las hermanas, Finuca murió muy joven, a los 21 años, víctima de una septicemia tuberculosa. Mi padre era contable de una empresa de tabacos y, después de un tiempo en Filipinas, fue destinado a Barcelona, antes de casarse. De ahí que la familia viviera, salvo los años de la Cruzada, siempre en Barcelona; primero en la calle Asturias, luego en la Travesera de Gracia, más tarde en el barrio de Horta y, por fin, tras la guerra, en esta casa. Cabe decir que el alzamiento cogió a la familia en Santander, excepto a mi padre, que pasó a Francia, a donde se trasladó la Compañía de tabacos. Liberada la zona norte, regresó a San Sebastián, donde residió nuestra familia durante tres o cuatro años, hasta la liberación de Barcelona.

Sin embargo, el Padre Alba nació en Cantabria.  

No solamente él, todos los hijos nacimos allá. Tenga usted en cuenta que por entonces no había clínicas como hoy día, y se solía nacer en casa. Así, cuando mi madre iba a dar a luz, marchaba a Vargas (Santander), para estar con sus hermanas. Allí nació mi hermano José María, en casa del tío Luis, sacerdote.

La suya, ¿era una familia religiosa? 

Mucho, sobre todo la rama de mi madre, los Cereceda; hay que tener en cuenta que mi abuela quedó viuda con nueve hijos, el mayor de los cuales tenía quince años, y eso la marcó profundamente, acercándola más a Dios. Recuerdo que mi madre contaba cómo la abuela acudía a la iglesia a las seis de la mañana para oír dos misas, una por ella y otra por su marido.

¿Cómo era su hermano de niño? 

 Era un muchacho muy normal: movido, pero no en exceso; estudioso, pero sin llegar a ser una lumbrera. Enseguida que llegamos a Barcelona, tras la guerra, en el año cuarenta, se hizo de las Congregaciones Marianas, que las llevaba por entonces el Padre Basols. Estuvo varios años de congregante, hasta que marchó al seminario de Veruela. En la Congregación ocupaba el poco tiempo que le dejaban los estudios en dar catequesis a niños pobres del Somorrostro y de Casa Antúnez, los domingos por la mañana.

¿Cómo nace la vocación sacerdotal y jesuítica en el Padre? 

 Puede decirse que son varios los factores que coadyuvaron a forjar la vocación en mi hermano. Sin duda, la formación religiosa recibida en casa, la influencia del P. Basols, jesuita, y las profundas convicciones forjadas en la época de congregante. Por otro lado, hay un hecho en la infancia que yo creo que le marcó el camino: Cuando estalla la guerra nos encontrábamos, como ya dije, en Santander. A los pocos días, nuestro tío Luis, sacerdote, párroco de Astillero, un pequeño pueblo cercano a la capital cántabra, fue detenido y conducido, primero a un barco en el que se hacinaban los presos, y luego al penal de Santoña. Durante el año y medio que duró la ocupación comunista, el tío Luis fue sometido a todo tipo de vejaciones. Hasta tal punto fué así que, cuando salió de prisión, sus hermanas apenas le conocieron y murió a los pocos días. Tenía entonces treinta o treinta y dos años. Mi hermano José María. contaba por entonces con unos trece años y estos hechos le impresionaron sobremanera, pues estaba muy unido al tío Luis. Estoy convencida de que lo ocurrido debió de influir posteriormente en su elección de estado.

¿Cuándo comunica el Padre su intención de marchar al seminario? 

Justo al terminar el bachillerato, a los diecisiete años. Mi madre aceptó encantada, pero mi padre quiso que se asegurase en la vocación, por lo que le instó para matricularse en la Facultad de Filosofía y Letras. Acabado el primer año, mi padre le preguntó si seguía con el mismo pensamiento y, como efectivamente así era, dio su consentimiento. Años más tarde, en Orihuela acabaría la licenciatura de Filosofía.

¿Qué recuerdos tiene de la época de seminarista?  

La verdad es que no muchos. No pudimos acompañarle ni visitarle en Veruela, puesto que por entonces mi hermana Finuca comenzó a sentirse enferma de la tuberculosis, de la que fallecería poco después. Sin embargo, si mantuvimos una larga relación epistolar. Escribía mucho y por las cartas sabíamos de sus progresos en el seminario; de sus tiempos de maestrillo, de sus salidas por parejas a pedir limosna, ... De Veruela marchó a Orihuela, y de ahí a Palma de Mallorca, para terminar en Sant Cugat, donde fue ordenado.

Y de los primeros años de sacerdote, ¿guarda más recuerdos?  

Tampoco demasiados; estaba tan ocupado que, a pesar de estar destinado en Barcelona, sólo podía visitarnos un par de veces al año. Eran visitas muy entrañables, en las que siempre hablaba de sus planes de futuro. Cuando estuvo de seminarista en Sant Cugat era distinto: entonces todos los domingos iba la familia al completo a pasar el día con él.

Durante su enfermedad usted estuvo a su lado en el hospital. ¿Qué nos puede contar de sus últimos días con el Padre? 

 Muchas cosas. Por un lado me llamaba la atención que, a pesar de encontrarse mal, nunca dejó de hacer apostolado con los que le rodeaban. Todas las enfermeras, los enfermos y familiares que se ponían a tiro marchaban con escapularios. Para todos tenía una palabra amable. Hablaba mucho de sus proyectos, de su Colegio, y todos los que acudían a verle salían consolados. Nunca tuvo una palabra de reproche hacia nadie. Ésta fue una constante en su vida, siempre que le veía hablaba de cosas de futuro y pasaba por encima las posibles afrentas o abandonos que hubiera podido sufrir.

La entrevista llega a su término. Loles nos invita a visitar la casa, que recorremos con creciente emoción. En la que fue la habitación del Padre, se encuentra todavía el buró en el que estudiaba, la cama en la que dormía. Han pasado desde entonces sesenta años, pero puede respirarse aún el aroma del espíritu apostólico del Padre Alba.

Antonio Sáez