BEATO FRANCISCO DE PAULA CASTELLÓ ALEU
APÓSTOL, CONFESOR Y MÁRTIR
(1914 1936)
El pasado 11 de marzo el Papa Juan Pablo II elevaba al honor de los altares, con otros 232 mártires de la persecución religiosa española en los años 36 39 del ya pasado siglo, a Francisco de Paula Castelló Aleu, joven leridano que murió mártir de la fe católica el día 29 de septiembre de 1936. Tenía 22 años. Como ha recordado Mons. F. Xavier Ciuraneta, obispo de Lérida, "Francesc Castelló vivió una época de una gran fuerza apostólica de la Iglesia de Lérida. En tiempos nada fáciles se santificó y anunció, con hechos y palabras hasta el martirio~, la salvación de Cristo. Nuestros tiempos tampoco son fáciles para mantener la fidelidad al Evangelio. Se nos pide un estilo de vida alternativo al que ofrece la sociedad... Aquí y ahora hemos de ser testigos del amor de Dios, como Francesc Castelló lo fue en su tiempo". He aquí unas pinceladas de su estilo de vida "alternativo": de su celo apostólico, de su caridad ardiente y del coraje en la confesión de la fe hasta el martirio.
Francisco de P. Castelló Aleu nació, circunstancialmente, en Alicante, el 19 de abril de 1914. Tenía sólo dos meses cuando murió el padre que, procedente de Lérida, vivía entonces en tierras alicantinas. Su madre, maestra, cristiana ejemplar y excelente educadora, se hizo cargo de la familia. Ella le impartió la enseñanza primaria en los diversos pueblos de su carrera de maestra nacional, y le preparó para su primera comunión, que recibió en Juneda, donde entonces ejercía Teresa Aleu. Su vida se desarrolló casi toda en Lérida, y en Barcelona, donde Francisco realizó sus estudios superiores. A los 12 años comenzó el bachillerato como alumno interno en el colegio de los Maristas de Lérida. Y en el Instituto Químico de Sarriá, dirigido por los padres de la Compañía de Jesús, obtuvo su licenciatura en Ciencias químicas, iniciada en 1930.
No había cumplido los 15 años cuando, inesperadamente, murió Teresa Aleu. Entonces Francisco propuso a sus hermanas consagrarse los tres a la Virgen María, y así lo hicieron. Esta vinculación filial con la Madre de Dios, amorosamente inculcada por Teresa, fue una constante en toda la vida de Francisco. Y también debió a la cristianísima Teresa, tan buena maestra como forjadora de almas, la recia formación que siempre caracterizó al futuro confesor, apóstol y mártir.
Mientras vivió su madre pudo costearle los estudios secundarios. Al morir Teresa, su tía paterna, María Castelló, le sufragó los estudios superiores. Ella había de ser la segunda madre en la tierra de los tres huérfanos, María, Teresa y Francisco de Paula.
Contribuyó a perfeccionar su formación su asidua asistencia y participación activa en los actos de la Congregación Mariana de Lérida y de Barcelona, de la Acción Católica, y en los de la Federacíó de Joves Cristians los 'fejocistes" , que acabó siendo su asociación predilecta.
Pero quizá la impronta definitiva se la marcó el joven jesuita padre Galán, que desde Asturias había ido a Sarriá a sentarse en los bancos de las mismas aulas que Castelló frecuentaba. El padre Galán, cuando la Compañía de Jesús fue disuelta y despojada de sus bienes por el sectarismo de la Segunda República, dio una tanda de Ejercicios Espirituales en una pensión barcelonesa a varios de sus condiscípulos. Sobre ellos Francisco había escrito a sus hermanas: "No he perdido ni una idea, ni una sola palabra. Han sido días de una gran alegría espiritual.
CASTELLÓ, APÓSTOL
Francisco de P. Castelló no fue un miembro de número de las varias asociaciones a las que perteneció. En todas fue socio activo, y muy activo. Cuando cursaba su licenciatura en Química, las tardes de los domingos y festivos las dedicaba a dar clase de catecismo a los niños del Patronato Obrero de la Sagrada Familia de Barcelona, dirigido por los padres jesuitas, y a dar lecciones prácticas muy útiles a los trabajadores en una sección de perseverantes que le había sido encomendada.
Cuando, todavía muy joven, consiguió un puesto de químico en la fábrica de abonos leridana popularmente llamada la Cros, daba también clases gratuitas de matemáticas, física y química a los obreros que querían perfeccionarse profesionalmente. Y por la noche enseñaba nociones básicas de ciencias y de religión a los niños del Canyeret, barrio pobre de Lérida en cuya escuela estatal no se impartía instrucción religiosa, porque lo impedía la Constitución republicana.
A pesar del ambiente hostil que las aciagas elecciones de febrero de 1936 habían provocado en toda España, el Día de la Buena Prensa que entonces se celebraba por san Pedro, Francisco anduvo por las calles de Lérida repartiendo revistas y diarios católicos a los transeúntes. Y cuando hubo de incorporarse a filas como simple soldado, se desvivió reclutando ejercitantes para una tanda de Ejercicios programada en la Casa de Cristo Rey.
CASTELLó.
CONFESOR INTRÉPIDO DE SU FE
A Francisco le tocó realizar el servicio militar en Lérida, como soldado de complemento, en una época bien turbulenta. Comía en casa de su tía María, pero debía hacer todos los servicios como los demás reclutas. Ingresó en el cuartel que por entonces era todavía la imponente mole pétrea de la vieja Seo convertida en castillo el 1 de julio de 1936, y hasta el día 17 del mismo mes le tocó realizar múltiples lecciones de instrucción teórica y práctica. En una de teórica sucedió que el oficial instructor se permitió ciertas pullas contra la religión. Castelló se alzó de su asiento y atajó serenamente al provocador sectario: Ruego al señor oficial que se atenga a su cometido y no zahiera los sentimientos de los creyentes... Se lo pido en virtud de las mismas leyes de la República. Era la primera confesión de su fe. Las otras no serían sino la consecuencia o corolario de ésta.
El 18 de julio, en vista de los graves acontecimientos que se rumoreaban, Castelló recibió orden de acuartelamiento. Los jefes de la guarnición leridana se inclinaban a favor del Alzamiento militar. Esta mayoría, apoyada por grupos no grandes de paisanos de los mismos sentimientos patrióticos, se hizo dueña durante un día y medio de la situación en Lérida. Habían de ser horas decisivas para el futuro de Francisco Castelló. El coronel en jefe de la plaza formó con los soldados más fiables varias escuadras y los envió a custodiar los edificios clave para el dominio de la ciudad. A la escuadra de Castelló se la vio aquella mañana del histórico día hacer guardia ante la prisión provincial y luego ante Radio Lérida. Tenían órdenes severísimas de no permitir el acceso a las máquinas de la Radio a nadie que no exhibiera el permiso escrito y firmado por el coronel. Un jefe militar intentó penetrar en el edificio de la Radio y le fue denegado el paso. Luego, fue este mismo jefe, una vez fracasado en Lérida el Alzamiento militar, quien personalmente detuvo uno a uno a los seis componentes de la escuadra de la Radio, y de uno en uno los condujo a un infecto cuchitril improvisado en un ángulo del incomparable claustro gótico de la catedral fortaleza y cuartel.
Allí sufrió Castelló lo indecible. Recibió cierto día la visita de un jerifalte revolucionario que algo podía en aquella situación. Traía una encomienda del cuñado de Francisco, recientemente casado con su hermana María, para interceder por él. Subió, en efecto, hasta el claustro ojival y consiguió de los guardianes que el químico de la Cros, ahora cautivo, saliera a pasear con él por aquellos aireados pasillos en cuadro. Pronto le insinuó que, para salvar la vida, apelara a la apostasía o al disimulo de su fe católica. A lo que el recluso contestó: Si me proponen la alternativa de apostasía o muerte, optaré por ésta. Era la segunda confesión, esta vez en la intimidad de una breve conversación confidencial... Confesión silenciosa, pero decisiva para Castelló.
A mediados de septiembre Francisco fue trasladado a la prisión provincial, la misma de la que él y sus compañeros habían sido guardianes en la mañana del 18 de julio. El día 29 él y sus cinco compañeros de escuadra fueron conducidos a la Paería Ayuntamiento para, en el regio salón de sesiones convertido en la sede del Tribunal Popular, ser interrogados y sentenciados. Francisco iba sereno, sabía lo que le esperaba. Pocos días antes había sufrido un interrogatorio astuto e insidioso. Al volver a sus compañeros reclusos había dicho a los más íntimos: Moriremos condenados como "perros fascistas"... Ni siquiera tendremos la gloria del martirio... Mas si nuestro sacrificio es grato a Dios, lo demás importa poco.
Con facilidad se desenredó de las marañas acusatorias con que querían atraparle, por lo cual el fiscal hubo de recurrir a la verdadera causa de su detención y así dijo: ¡Bueno! ¡Terminemos de una vez!... ¿Eres católico? ¡Sí, católico soy!, contestó serenamente. Sin más, el fiscal pidió para él pena de muerte. Más generoso, más político, el presidente invitó a Francisco a seguir defendiéndose. Mas el reo replicó sin vacilar: Para qué? Si ser católico es delito digno de pena capital, renuncio a mi defensa. Por mi fe daría gustoso cien vidas que tuviera. Era la tercera confesión. Ni más rotunda ni más gallarda podría haber sido. Cuantos la oyeron se quedaron atónitos.
También los otros cinco compañeros de escuadra fueron condenados a la misma pena. Sólo a última hora le fue conmutada a uno por la de cadena perpetua, y fue éste quien luego testificó sobre la actitud que Francisco observó durante la permanencia de cuatro horas en el subterráneo del palacio de la Paería, húmedo por las filtraciones del próximo Segre, donde por un resto de pudor de los verdugos fueron retenidas las víctimas hasta bien entrada la noche, cuyas sombras habrían de encubrir su traslado al cementerio y el trágico final: el fusilamiento.
Mientras los otros compañeros estaban en actitud pasiva, anonadados y aturdidos por la sentencia fatal, Francisco sacó tranquilamente papel y lápiz y, a la luz de una bombilla mortecina, sentado sobre un banco de cemento ennegrecido por la humedad, escribió sus tres cartas transidas de fe, esperanza y caridad. Era su última confesión... Aquellas cartas admirables fueron entregadas por sus retenedores a la novia de Francisco, María Pelegrí, que al día siguiente fue a la Paería a recoger los posibles recuerdos que su novio hubiera dejado a sus familiares el reloj, la estilográfica, alguna medalla , sin sospechar de otros recuerdos mucho más valiosos. Copiadas luego afanosamente por los admiradores del mártir, fueron pronto publicadas íntegras en 1938 en Toulouse y luego parcialmente en el libro del obispo Antonio Montero, "Historia de la persecución religiosa en España".
Estas mismas cartas estuvieron en manos de Pío XI, al que se las hizo llegar el cardenal Pacelli, futuro Pío XII Y Pío XI las retuvo para sí emocionado, porque "debe ser el Padre el que guarde las cartas de su hijo". Y añadió: "Este joven será uno de los primeros mártires de España y el modelo de los jóvenes de Acción Católica del mundo". Fueron sin duda estas cartas incomparables las que movieron a monseñor Del Pino, obispo de Lérida, a introducir en Roma la causa de beatificación de quien las redactó con pulso firme en circunstancias capaces de abatir el ánimo de cualquiera otro que no fuera del temple de nuestro héroe. Ahora no resta sino leer, releer y gustar con el sabor de cielo que de ellas se desprende.
CARTA PRIMERA, A SUS HERMANAS Y TÍA
Queridas:
Acaban de leerme la pena de muerte. Nunca he estado más tranquilo que ahora. Tengo la seguridad de que esta noche estaré con mis padres en el cielo. Allí os esperaré a vosotras. La Providencia de Dios ha querido escogerme a mí para víctima de los errores y pecados cometidos por nosotros. Yo voy con gusto y tranquilidad a la muerte. Nunca como ahora tengo tantas posibilidades de salvación. Ya terminó mi misión en esta vida. Ofrezco a Dios los sufrimientos de esta hora.
No quiero que lloréis. Es lo único que os pido. Estoy muy contento. Os dejo con pena a vosotras a las que tanto quería, pero ofrezco a Dios este afecto a todos los lazos que me podían retener en este mundo.
Teresa: Sé valiente. ¡No llores!... Soy yo quien ha tenido una suerte inmensa, que no sé cómo agradecer a Dios. He cantado el "Amunt, que es sols lo camí d'un día", con toda propiedad. Perdona las penas y sufrimientos que te he causado involuntariamente: Siempre te he querido mucho. No quiero que llores, ¿sabes?
María: ¡Pobre hermana mía! Tú también serás valiente y no te herirá este golpe de la vida. Si Dios te da hijos, dales un beso de mi parte, de su tío que los querrá desde el cielo. A mí cuñado un fuerte abrazo. De él espero que será vuestra ayuda en esta vida y sabrá sustituirme...
Tía: En este momento siento un agradecimiento profundo por todo lo que usted ha hecho por nosotros. Dentro de unos años nos encontraremos en el cielo. Sepa gastarlos con generosidad de toda clase. Desde el cielo rogará por usted éste que tanto la quiere.
Daréis recuerdos a Bastida, a la señora Francisqueta, a los didos la nodriza y el esposo e ésta a Pedro, a Puig, a López, a los compañeros de la Federación que no quiero nombrar. A todos los amigos decidles que muero contento y que me acordaré de todos ellos en la otra vida.
A los Fernández, a los tíos de Vallmol, a los del Jardín, a Carlos, a los de Alicante, a los de Pravia, a los de Sarriá, a todos mí afecto. Francisco.
CARTA SEGUNDA,
A SU NOVIA
Querida Mariona:
Nuestras vidas se unieron y Dios ha querido separarlas. A Él ofrezco con toda la sinceridad posible el amor que te tengo, mi amor intenso puro y sincero. Siento tu desgracia, no la mía
Debes estar orgullosa: dos hermanos y tu prometido... ¡Pobre Mariona mía!...
Me ocurre una cosa entraña. No puedo sentir aflicción por mi muerte. Una alegría extraña, intensa, interior, fuerte me invade todo. Quisiera escribirte una carta triste de despedida, pero no puedo. Me siento envuelto en ideas alegres, como un presentimiento de Gloria... Quisiera hablarte de lo mucho que te he amado y de la ternura que te reservaba, de lo muy felices que hubiéramos sido. Pero para mí todo eso es secundario. He de dar un gran paso. Una sola cosa he de decirte: cásate si puedes. Yo desde el cielo bendeciré tu unión y a tus hijos. No quiero que llores, no lo quiero. Debes estar orgullosa de mí. Te amo. No tengo tiempo para más. Francisco.
CARTA TERCERA,
A SU DIRECTOR ESPIRITUAL,
P. ROMÁN GALÁN
Querido Padre:
Le escribo estas letras estando condenado a muerte y faltando unas horas para ser fusilado. Estoy tranquilo y contento, muy contento. Espero estar en la Gloria dentro de poco rato. Renuncio a los lazos y placeres que puede darme el mundo y el cariño de los míos. Doy gracias a Dios porque me da una muerte con muchas posibilidades de salvarme.
Tengo una libreta en la que apuntaba las ideas que se me ocurrían mis inventos . Haré que se la manden a usted. Es mi pobre testamento intelectual. Fíjese en el compresor de amoníaco. El H.G. puede sustituirse por un líquido cualquiera en circuito cerrado, las válvulas por válvulas metálicas, la presión por una simple bomba centrífuga con presión. Le estoy muy agradecido y rogaré por usted. Recuerdos a los de Pravia, Francisco Castelló.
Nota, En la carta hay un dibujo esquemático.
Pedimos al beato feliz Francisco de P. Castelló que interceda también por nosotros, para que no desperdiciemos ni una sola ocasión para confesar y defender con valor a Cristo.